Granizado en Cuba: “lo que un día fue, no será”

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¿Quién no ha probado alguna vez esa refrescante bebida que se ofrecía en muchas esquinas cubanas? Cuando el calor arreciaba no había mejor aliciente que un buen granizado, con su hielo bien picadito y sus llamativos colores.

Conocido también como ‘raspado’ en algunas regiones, el granizado ha sido una de las bebidas más populares y tradicionales en casi toda la isla, sobre todo por su dulzor, gracias a las esencias saborizadas y su facilidad de transportación para el caminante.

Su origen se remonta a los primeros años de la República, alentados principalmente por el sofocante calor y por la fundación de La Polar y La Tropical, las dos primeras fábricas de hielo en el país.

En sus inicios, los granizaderos pregonaban la fría bebida con el melodioso sonido de una campanita. El hielo se rayaba con una especie de cepillo, mediante el cual se extraía del enorme bloque en el interior del carrito la cantidad de frapeado perfecto para mezclar con el líquido.

Otro de los sellos distintivos de esta tradición es su carrito. Existen pocos vehículos que puedan competir con estos, y aunque en inventiva podrían igualársele los bicitaxis, en gracia y antigüedad salen invictos sin dudas.

Con sus cuatros ruedas pequeñas muchos de ellos se resisten al tiempo, pero sus modelos han ido variado, principalmente motivados por la escasez de algunos de los materiales necesarios para su fabricación.

Eso sí, todos han mantenido algunas de las condiciones imprescindibles para cumplir sus función a pesar de la crisis. Su ligereza necesaria para ser empujados y recorrer largas distancias, el cajón con tapa deslizante que permite almacenar y conservar el hielo, y los exhibidores a cada lado para colocar las botellas y que los clientes puedan escoger el sabor ofertado en función de sus variopintos colores. Algunos incluso han adaptado bicicletas en el frente para facilitar la transportación.

También están sus techos, tan necesarios para intentar aislar el fuerte sol, generalmente construidos de chapa de aluminio o lona y que en tiempos pasados eran decorados con algunos dibujos en sus laterales en forma de conchas.

En la actualidad algunos de los carros de granizado que se ven por las calles de las ciudades han prescindido de sus techos, quizás precisamente por la falta de materiales o por la ligereza para la transportación.

No obstante, una techumbre se hace necesaria para cobijar los productos y al granizadero, sobre todo si tenemos en cuenta la variedad climática de la isla, donde lo mismo puede hervir el asfalto con el sol que caer un chaparrón inesperado en cuestión de segundos.

A eso habría que sumar la imagen que forma parte del imaginario popular cubano donde un granizado que se respete tiene que venir con su carrito “como Dios manda”, techo incluido y vasito de cartón. Precisamente los envases son otra cuestión a destacar, un problema para la venta ambulante que la inventiva cubana resolvió de la mejor manera.

Si bien en un primer momento se sirvió la bebida en vasos o copas de cristal, esto resultaba demasiado engorroso y hasta podía limitar las ventas porque no todos los consumidores querían esperar y beberse el líquido en el lugar.

Fue por ello que se hizo necesario implementar algún envase que permitiera su transportación, a la vez que mantuviera las condiciones de higiene necesarias. Con la arrancada de la producción industrial de papel y cartón llegó esa solución.

Los vasitos de papel y cartón sustituyeron a los de vidrio o metal y se mantuvieron durante muchísimo tiempo hasta que la extinción de esa materia prima y la necesidad de un material un tanto más resistente trajo a ‘la industria del granizado’ los vasitos plásticos.

También los envases donde se exhibía el granizado han cambiado, derivando primero en botellas de cristal generalmente recicladas de ron o incluso en galones con pequeñas pilas adaptadas para controlar el expendio del líquido. Eso sí, siempre transparentes para que los clientes puedan ver los colores de la bebida.

El precio es otra cuestión, si bien comenzó costando unos centavos, luego alcanzó el peso cubano y hoy en día puede llegar a costar 15 o 20 pesos. El precio ha subido, como todo en Cuba, y la calidad ha bajado. La variedad de sabores también ha disminuido y con ella sus atractivos colores.

Hoy algunos cuentapropistas mantienen este negocio, otra alternativa para subsistir en la isla aunque su popularidad, y por tanto su venta, diste mucho de la de antaño. Los mayores recordarán con nostalgia aquellos sabores, colores y bajos precios. Para los más jóvenes quedará solo la experiencia transmitida por las generaciones anteriores, ahora más descolorida, menos refrescante y más cara. El recuerdo de lo que un día fue y ya no será.

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