Cubano deportado estuvo a dos millas de Estados Unidos, pero lo volverá a intentar

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La historia de un joven de Caimito, en la provincia de Artemisa, es muy parecida a la de otros cientos de balseros deportados que por estos días ven caer el llamado sueño americano. La suya, sin embargo, no por común deja de ser menos impresionante. 

Con 36 años y una mujer que ya lo esperaba en Estados Unidos, Yoani se montó una madrugada en un artefacto marítimo con el que él y otras 16 personas contaron para llegar a algún sitio cercano a la Florida. A solo dos millas de Cayo Hueso, el muchacho recuerda haber visto muchas luces en tierra firme, “las de un aeropuerto”, dice.  

Tanto él como el resto de los balseros habían pasado ya 48 horas en altamar, conocieron de primera mano lo que significaba el mar bravo, enfurecido entre la ciega oscuridad de la noche y entendieron que aquellos pasajes cinematográficos con tiburones rondando la embarcación podrían ser más escalofriantes cuanto más reales. 

Él estaba convencido de que ya tocaría tierra y de que en unos pocos días estaría con su mujer, a quien ya había entregado hacía meses una parte de los ahorros guardados por años para que emprendiera camino por Nicaragua. El resto del dinero lo dedicó a su empeño por lanzarse al mar. 

Yoani y los otros 16 pasajeros pagaron 55 mil pesos cubanos por una travesía que parecía iba a llegar a concretarse hasta que uno de ellos no pudo más. “Se desesperó, tenía mucho miedo y empezó a alumbrar con el móvil hasta que nos descubrieron, nos recogieron en una lancha rápida y después nos llevaron hasta el barco madre”, recuerda. 

Los balseros deportados de estos años no han tenido la misma suerte con que contaron sus colegas de otras épocas, cuando los acuerdos migratorios entre Estados Unidos y Cuba no habían sido modificados. Por entonces, quienes fueran interceptados en medio del mar no terminaban regresando al país como sucedió con Yoani y los otros 16.  

Al momento en que ofrecía sus declaraciones a Cuballama, el joven se mostraba tranquilo. Lo había perdido absolutamente todo, sin embrago, le quedaba aun la garantía de poder trabajar con un cuentapropista, seguir boteando en un almendrón como hasta ahora y empezar a reunir para nuevos intentos. “Claro que lo haré otra vez, en cuanto se pueda”, confiesa. 

Su vuelta a Cuba dice que fue por un punto de la provincia de Pinar del Río, pero no recuerda el nombre del sitio. Eran 98 en total los que se encontraron con él en el conocido Barco Madre, donde las autoridades se encargaron de hacer cumplir cada punto de los acuerdos migratorios fijados por ambas naciones.  

“La policía en Cuba nunca se metió con nosotros, nos trataron bien. Yo no le debo nada a nadie, estoy en mi derecho de querer emigrar”, aclara. No obstante, tanto él como los otros, pasaron unas horas al cuidado policial en Artemisa, hasta tanto fueron enviados a sus respectivos hogares. 

En el barco estadounidense habían estado poco más de un día. El muchacho recuerda que el sitio estaba abierto, pero completamente sellado con una maya para que a nadie se le ocurriera aventarse al mar. Les daban comida dos veces al día, “arroz con frijoles en la mañana y luego en la tarde”, dice. Además los habilitaron con ropas y había un especialista médico con un traductor por si alguien se sentía enfermo. De lo contrario, ni una sola palabra en español. 

Por estos días, el mar no está en condiciones favorables para la navegación, “muchas lluvias”, comenta una persona cercana a Yoani, quien se alegra de que sea así para que el muchacho no pueda volver a intentarlo. “Perdió todo menos la vida, eso es lo más importante”, recalca el hombre que es como un padre para él. 

Antes de meterse en las aguas, Yoani y los otros balseros deportados pasaron días escondidos cerca de una playa. Lo que estarán haciendo ahora sus otros compañeros no es cosa que preocupe al muchacho de Caimito. Él solo sabe que está resignado y decidido. Tiene que volver a hacerlo. “no hay otra opción”, vuelve a decir. 

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