Zoológico de ausencias

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No visitaba el Zoológico de 26 desde hacía 17 años, cuando acudí con un grupo de amigos. No me gusta ver animales enjaulados, y mucho menos ver cómo se comportan muchas personas ante ellos.

Cuesta la entrada unos aceptables 10.00 pesos cubanos. Con la inflación actual, sería como pagar 0.10 centavos o menos aún. Es casi gratis, para lo que cuesta todo. Afuera se ofrecen sesiones de fotos con animales vivos. Una cotorra y un cocodrilo pequeño. Un bebe, supongo. Tiene la boca sellada y no creo que le resulte muy simpático ser sujetado por tanta gente para posar con él. Renuncié a esta oferta.

Un zoológico es un laboratorio donde se puede observar la relación del ser humano con la naturaleza, mayormente despreciativa, indolente, indiferente. Los animales solo son un simple espectáculo para muchos. No los piensan como seres que sienten y padecen, que necesitan cariño y comprensión además de comida. La empatía escasea o se anula. Entre personas y animales se alzan rejas de incomprensión, más terribles que las de hierro.   

Dos grupos con los que me crucé en mi visita me confirmaron mis resquemores: unos escandalosos estudiantes de algún instituto tecnológico, a juzgar por sus uniformes de pantalones y sayas carmelitas y camisas y blusas blancas que no cesaban de compararse entre ellos con los animales; y unos cuatro niños que no cesaban de gritarle “mono cochino” a un chimpancé, además de llegar a sugerir tirarle piedras y ofenderlo de otras muchas formas. Sin que se divisaran mucho cuidadores o especialistas que al menos evitaran a los animales estos maltratos de la insensibilidad “inteligente”.

Me dediqué a huir de estos grupos de homo sapiens, y a tratar de buscar momentos de soledad, de comunicación con los animales. Mirarles a los ojos, adivinar sus estados de ánimo, sus tristezas e inquietudes.

Sí, soy un “loco de los animales”, en un mundo donde los héroes aceptados son los cazadores, los que matan por el placer de matar, de medir sus habilidades de exterminio, y quienes protegen a los animales y los tratan como iguales son motivo de burla mayormente.

La mitad del zoológico está vacía. Muchos estanques rebozan de ausencias, repletos de aguas estancadas, sucias, con aspecto de albañales. Algunos están medio vacíos. Llenos de fantasmas de seres vivos que vivieron, quizás nacieron en estos espacios y murieron finalmente, solo conociendo esta vida de cautiverio. Varias jaulas están vacías también.

Quizás sea hasta mejor, pues los alimentos alcanzan más para los animales que aún permanecen. En honor a la verdad, no se ven desnutridos ni delgados. Un veterinario pudiera adivinar dolencias o carencias, pero la vista de un espectador inexperto no. En las jaulas de los vegetarianos abundaban los vegetales frescos: tomates, lechugas, muchos rábanos.

Varios animales sí me parecieron muy inquietos, como deseosos de traspasar las rejas, de salir al mundo vedado para ellos. Un leopardo y un coatí, caminaban de un lado al otro de las rejas, constantemente sacando sus hocicos y las patas por entre los barrotes. Como presintiendo un peligro, como oyendo un llamado de sus instintos salvajes, libres, y luchando hasta el final por recobrar una libertad que quizás nunca hayan conocido.   

Un jaguar caminaba también inquieto por una de las aristas de su jaula. Del otro lado, dos gatos se bañaban imperturbablemente. Los gatos son una presencia más notable que la de los cuidadores del Zoológico de 26. Mi esposa me dijo que eran los verdaderos administradores del lugar.

En la jaula del impresionante cóndor, que no vuela quizás hace décadas, un gato se acurrucaba con naturalidad y donaire en un agujero, y no nos dejó de mirar mientras rodeamos la jaula para adivinar por dónde rayos se coló el temerario michito y si tendrá algún tipo de amistad con el cóndor que opta por no cazarlo o sencillamente no lo nota. Otros gatos se pasean por las áreas, con buen aspecto, así que el lugar parece amigable con ellos.

Los tejones nos miraron con curiosidad, y se acercaron al borde del foso como queriendo alcanzarnos. Dos se levantaron repetidamente en dos patas, las cabecitas bien empinadas hacia nosotros. Algunas ratas blancas muertas y trozos de carne con aspecto de hígado yacían a su alrededor como alimento. Pensaba que los tejones eran vegetarianos. No he aprendido lo suficiente. 

El antílope dorado

Llegamos a un espacio donde hay dos antílopes machos. Cuerpos fornidos, afilada y breve cornamenta. Es uno de los animales cuyo nombre conocí de primero desde mis primeros años, por un animado soviético que reiteraban hasta el infinito en la televisión: El antílope dorado.

Uno se acercó lentamente hasta mí y se quedó mirándome fijamente. Aprovechando la ausencia de trabajadores del zoológico, metí la mano en la reja para acariciarle la nariz. Eso siempre pone nerviosa a mi esposa, más respetuosa de las reglas que yo.

El animal me ofreció suavemente su testa o quizás se llame frente, justo el espacio donde nacen los cuernos, para que lo acariciara. Fue un momento de empatía, de identificación, de entendimiento. Un segundo de utopía. Un momento de los que etiquetamos como inolvidables.

Fue un instante en el zoológico en el que todas las barreras de las especies se diluyeron y el antílope me hizo entender lo que sabe por instinto. Los seres vivos somos lo mismo, manifestaciones de la vida, de Dios, de Alá, del Chi, del Tao, como quieran llamarlo. Y el concepto de hermandad es mucho más amplio que el simple parentesco familiar o pertenencia a una misma especie. Si hay magia, el antílope me la permitió avizorar, justo en el fondo de sus grandes y amplios ojos donde parece caber el mundo.

Trató de avanzar más pero uno de sus cuernos se atoró en una de las cabillas de la cerca. Lo acaricié un poco más y seguimos. Al pasar de nuevo un rato después, jugaba concentradamente con una piedra, empujándola y presionándola con la cabeza.

El aura tiñosa y su mamá humana

Caminando por las jaulas de las aves de rapiña, grandes buitres, lechuzas y búhos, tuvimos el encuentro más curioso y optimista de la visita, además del episodio del antílope dorado. En una jaula se sentaba una mujer joven, con un ave oscura en su mano enguantada. Ante nuestra atención se paró y comenzó a hablar con el ave, animándola a lucir bien ante los visitantes.

“¿Y esa aves es…?”, le pregunté. “Un aura tiñosa”, me contestó riendo, y comenzó a relatarnos cómo rescató al aura desde que era un pichón, cómo había criado a uno de los buitres aleonados que se exhiben en las jaulas cercanas, también sus experiencias con los búhos. Uno murió por el ataque de una serpiente, y lo lloró como a un hijo. Es bioquímica pero adora los animales y busca alentar a más personas a que vayan al zoológico a trabajar de voluntarios, por pura consciencia y sensibilidad.  

Y esta aura tiñosa, despreciada por muchos por lo “fea” que puede parecer, ignorada por ser un ser común, es especial para ella. Se crió con sus gatos y su perra, en su casa, se integró a su familia multi-especie, y sobre todo especial. Mientras conversábamos, el aura llamaba constantemente su atención, la pellizcaba con su pico en los pantalones, se montaba en su mochila, le halaba el cuello del pulóver. Su comportamiento semejaba a un perro o a un niño necesitado de todo el tiempo de su madre.

La muchacha solo puede venir una vez a la semana, debido a su trabajo, lo que explica que su ave la extrañe, le exija toda la atención, para compensar su ausencia de los próximos seis días. Tiene miedo de soltarla en libertad, pues siempre se ha criado con ella, en cautiverio y no muestra deseos de marcharse. Tiene miedo de que la maten de una pedrada, como parece ser común, aunque las auras sean pacíficas y cumplan importantes funciones en el ecosistema.

No quise preguntarle a la voluntaria su nombre. El encuentro parece haber sido más soñado que real. Preferí mantener su anonimato y a la vez verla como resumen de lo mejor de la Humanidad, de valer por muchos, de salvar, sobre todo a la especie humana con su piedad y su respeto por la vida de los animales, y por la vida en general. Carga con la dignidad de muchos indignos. La jaula donde se sentaba cariñosamente con el aura es otro pedacito de utopía.

Salí triste, melancólico, reflexivo, del Zoológico de 26, que me despidió con un reggaetón que espetaba un audio. Salí con un manojo de recuerdos y sensaciones que merecen salvarse, que quedan tatuadas en la consciencia, que refuerzan mi “locura”. Fue una visita agridulce, sin dudas trascendente, definitivamente bella gracias a los animales, definitivamente triste por las rejas. 

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