¿Quién apagará la farola del Morro?

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En estos tiempos de tanta migración, una frase recurrente entre los cubanos es, «el último que apague la farola…»

La frase puede ser todo un misterio para los extranjeros, que no entienden de qué farola se habla, y por qué apagarla es algo importante. Es que resulta difícil imaginar la noche habanera, frente a la bahía, sin la eterna luz nocturna de la farola del Morro.

Quizás ninguna edificación sea tan representativa de La Habana como el Morro, cuya famosa farola guía al navegante que busca puerto seguro, ilumina la noche habanera y sirve de balcón de lujo para disfrutar los atardeceres más espectaculares de esta capital.

Símbolo capitalino, y por transitividad de Cuba, cada piedra de esta fortaleza cuenta una historia. El Castillo de los Tres Reyes del Morro pasó de ser un baluarte militar y vigía de la ciudad, a convertirse en destino inevitable para el recién llegado.

Uno se siente en una suerte de túnel temporal al atravesar el delgado camino de aspilleras hasta el frontón de entrada, preámbulo de las vistas que emergen al final de la angosta escalera en caracol que lleva a lo alto del faro. 

¿Qué tiene de especial el Morro? De entrada, su historia, inevitablemente asociada a asedios navales, ataques piratas y barcos hundidos. Este castillo comenzó a construirse en 1589, por la necesidad de proteger un puerto considerado clave para el comercio de la metrópoli española con sus colonias en el Nuevo Mundo.

Durante casi dos siglos cumplió a cabalidad su custodia de la villa, hasta que la flota inglesa penetró sus defensas e hizo suya a La Habana durante casi un año.

La invasión inglesa marcó un antes y un después en la fisonomía del Morro. Uno puede conocer más de aquel período en el museo de la fortaleza, que exhibe colecciones de armamento de los siglos XVI, XVII y XVIII, como una ventana a su pasado militar.

Sin embargo, a los visitantes no parece interesarles tanto la historia como el faro: una torre desde la que se divisa La Habana, aunque también la vista del acantilado y el mar abierto bajo los pies le enfrían el alma a cualquiera.

El ascenso permite asomarse a las troneras y ver estampas de la capital, y ya en lo alto, la vista es una recompensa inicial, para descubrir luego el resto de la edificación.

Las bóvedas donde se muestran las colecciones son fáciles de recorrer, y exploración no toma más de una hora, lo cual le dará el suficiente tiempo para admirar la historia y la belleza de la arquitectura.

¿Lo mejor del Morro al atardecer? La soledad. Rara vez la fortaleza recibe visitantes a esas horas, salvo contadas ocasiones. Hay rincones de sobra para perderse con uno mismo. Aquí abunda la paz, los ruidos de la ciudad apenas son un rumor que se confunde con el batir de las olas, y algún rezo de liturgia costera.

El Morro es, sin dudas, uno de los secretos mejores guardados de La Habana.

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