El presunto asesinato en México del fotorreportero cubano Héctor Reyes Reyes (Santa Clara, 1979) consternó a sus muchos amigos y excompañeros de estudio y viaje, por la barbarie de una muerte que, para muchos, era tan anunciada como la crónica inagotable de su vida: Héctico fue víctima de su propio espíritu solidario, y de los demonios que nunca le permitieron asentarse.
Varios allegados confirmaron a Cuballama que el joven había logrado cierta estabilidad en México, luego de años de vida trashumante que lo llevaron desde Rusia hasta Cambodia y toda América Latina. Recién había recibido su cédula mexicana, en la cual rezaba su estatus “apátrida”.
“Esta gente está loca, le digo que soy cubano (a las autoridades mexicanas) y porque decidí no regresar más a Cuba, porque Cuba es una cárcel mira lo que me hicieron”, le contó a su amigo Eyder la O, quien compartió en redes sociales la dura noticia.
A todas luces, Héctor invitó a la casa que compartía con su novia a tres indocumentados que se topó en México, perfectos desconocidos que el nómada acogió como si fueran sus amigos de toda la vida, y se puso a beber con ellos. Quienes lo conocían desde su natal Santa Clara, y en los años posteriores en La Habana, saben que él era así, dado a la confianza, pero bastaban unos tragos para sacar su Míster Hyde.
Aquel ambiente no le gustó a la novia, que se fue de la casa, y al volver se encontró a Héctor sin vida, y sus pocas pertenencias desaparecidas. Las circunstancias son oscuras, no parece haber una investigación en curso, lo único claro es que mataron a Héctor, quien tuvo un fin trágico, pero hasta cierto punto, coherente con el personaje que fue en vida.
Varios amigos de la adolescencia, asimilando aún el golpe de su muerte, confesaron que Héctor era un gran amigo, pero tenía una veta autodestructiva que lo llevaba a sabotear todo logro, relación, proyecto. Tras pasar el Servicio Militar y la Orden 18, comenzó a estudiar Periodismo en la Universidad de La Habana, pero pronto se rebeló contra la academia. Años después, se graduó en la Universidad Central de Las Villas.
Trabajó en el periódico provincial Vanguardia, donde no demoró en fajarse con sus superiores. Probó fortuna en La Habana, pero su espíritu bohemio y contestatario no le permitían echar raíces. Gustaba de conversar con los mayores, tragos mediante, en lugares como el Hurón Azul de la UNEAC o el Té de la UPEC. En determinado momento pudo viajar a España, de ahí a Rusia, y empezó a recorrer mundo como mochilero.
De sus viajes dejó constancia tanto en la fotografía, que no se le daba mal, como en sus crónicas, exquisitas lecturas con la sazón del que protagoniza sus historias. A veces las publicaba en su muro de Facebook, o se las compartía a amigos cercanos en busca de una opinión. Vivía mal, pero escribía bien. Cuenta Eyder que tenía el sueño de llegar a Alaska para ser pescador.
Fue, sobre todo, un hombre libre, dispuesto siempre a la ciber-bronca. A veces se ponía intenso, a veces era tóxico, y eso le costó no pocas amistades. Sin embargo, nadie quedaba indiferente a su irreverencia, y su triste muerte, que parecería escrita por él mismo, conmovió genuinamente a quienes lo conocieron.