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Cuba

Cuatro días en espera de un tren o crónica de un viaje imposible

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Texto y fotos: Fernando Vargas

Pese a los anuncios de mejorías en el transporte ferroviario, para un viaje Camagüey-La Habana la lista de espera puede ser eterna

Dos veces al año visito a mi familia en Camagüey. Dos veces al año donde que generalmente me aventuro a ir sin pasaje de ida o regreso porque cada vez me resulta más difícil cazar los turnos en las agencias de viaje y hacer largas colas para “clasificar” un transporte en los tan solicitados meses de verano.

Durante mi estancia en La Habana me he movido en ómnibus, avión y hasta en camión, pero hacía tiempo que no utilizaba el tren. El solo recuerdo de mi último viaje en ferrocarril a casa era una película de terror: vagones sucios, baños en mal estado y fétidos, dormirse y despertar con cucarachas cerca del rostro…

Este retorno temporal a la tierra de los tinajones fue muy sui géneris. Llevaba conmigo dos gaticos que alguien con muy poca alma había tirado en mi puerta. Ahora yo los portaba en una caja para darles cabida con mi madre y una amiga, pues mi trabajo en la capital me impide atenderlos como se merecen. Llegué sano y salvo, aunque mi móvil sonó todas las veces que encontró cobertura, pues las noticias de accidentes le ponen los pelos de punta a las madres cubanas.

Los días de vacaciones se me fueron volando y, una vez más, me dispuse a “tirarme” contra la lista de espera de ómnibus, pero, por consejo de mis familiares, decidí variar mi medio de transporte. Un reportaje de la televisión cubana anunciaba una enorme mejoría en los servicios ferroviarios: coches y locomotoras nuevas, mucho confort y menos tiempo de viaje.

Llegué a la terminal, marqué mi cola e hice el número 147 de una lista que puede llegar a los 500 en una primera vuelta. Para ir rectificando el número hay que presentarse tres horas antes del arribo del tren, pues si llega tu turno y no estás perdiste el derecho a comprar. Por suerte, yo contaba con la ventaja de no vivir lejos del lugar.

La primera noche: el anuncio de una larga espera

El tren de Holguín, el renovado con coches chinos de segunda mano que tanto publicitaron, pasaba a las 10 y tantas. Ya desde las 7 de la noche yo me encontraba con otros tantos en aguardo de que anunciaran las capacidades para la lista de espera. Pasó una hora, otra, y, casi a las 9 y media, la señora de la taquilla llegó con malas noticias: solo se venderían pocas capacidades, entre ellas un empleado y tres pendientes que habían quedado quien sabe de qué otra vuelta de la lista.

Al comprender que solo les tocaba una capacidad real, las personas comenzaron a discutir con la empleada. Ella, como pudo, trató de explicar que no había solución y, como Camagüey no tiene transporte propio con destino Habana —un enigma para todos los locales—, solo podía aspirar a completar los asientos vacíos de otras provincias.

El tren Holguín–Habana llegó a su hora. Aparte de las personas con reservaciones, montaron las tres pendientes, la única de la lista que clasificó para irse, y el empleado que nunca explicó por qué tenía que afectar a los demás si tienen asientos propios reservados. Los demás, seguimos en la cola con una mezcla de furia y resignación.

Nos quedaba de esperanza el tren Guantánamo–Habana de la 1 am, pero enseguida supimos que no vendería capacidad alguna, con lo cual todos retornaron a sus puestos a dormir la madrugada en la terminal y, los más afortunados como yo, regresaron a sus casas para una mejor suerte la próxima noche.

El segundo intento: ha historia se repite

Una vez más volvimos todos a la terminal ansiosos por resolver nuestro viaje a La Habana. Esta vez todo parecía anunciar alegrías porque, en la madrugada, un tren de Oriente que ahora no recuerdo, se llevó a unas 70 personas de la lista. Muy animado con la noticia, reviso la pizarra. Ya me faltaban menos: unos 50 y pico números por delante.

Esta vez todos en espera a las 10 de la noche, pero, cuando se informaron las capacidades, la señora de la ventanilla salió al salón y nos explicó muy amable que solo se venderían 8. De nuevo ira y comentarios en la cola, igual, sin ningún efecto. El tren llegó, recogió a los mínimos y siguió su rumbo. Cada vez mi vuelta a la capital parecía más distante. Y otra madrugada más con insomnio por la preocupación de demorar demasiado una estancia ya muy extendida.

La tercera noche: cuando la sangre casi llega al río

Una vez más el molote de la cola, todos agolpados contra la ventanilla de la venta de pasajes. Carmen, la empleada a cargo de este trámite, tratando de aplacar a la multitud, les dice que el tren solo va a dar 7 asientos. En la cola muchos se enfurecen. Llevan al menos dos días esperando, algunos incluso con niños pequeños y teniendo que dormir en los mismos bancos del salón de la terminal. Unos son de las provincias orientales, otros son de municipios de Camagüey y han venido a la capital provincial para poder viajar.

Una señora reclama a voz en cuello que este país no tiene remedio, ¡hasta cuándo! Otra la secunda y la emprende con Carmen, quien la mira asustada y con el alivio de la protección que ofrece el cristal de la ventanilla en caso de crisis. Un hombre se pone a increpar a la cola para que proteste ante el Jefe de Estación. Los ánimos se van caldeando a un punto inimaginable. Afuera comienza a tronar muy fuerte, como si la naturaleza nos quisiera respaldar.

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Dos señoras que han logrado comprar pasajes ahora quieren cambiarlos de Jovellanos a La Habana. Carmen les aclara que es imposible. Ellas entran en cólera, comienzan a gritar y a insultarla, la empleada se refugia detrás del custodio de guardia que mira sorprendido el panorama. A la par, en la cola se discute de todo: lo imposible de la situación por días, de política y hasta un señor menciona que como los camagüeyanos tenemos fama de reaccionarios, que por eso jamás nos pondrán de nuevo un tren propio. El ambiente se pone muy tenso, los truenos aumentan y, cuando más caliente está la discusión, pasa lo inesperado, se va la corriente y la estación, sin planta de energía, queda a oscuras.

Enseguida se prenden las linternas de los teléfonos celulares y los más precavidos corren para que mochilas y maletas estén seguras, por temor a que les roben en medio de tanta oscuridad. A la hora llega la luz y con ella, casi al unísono, el tren Santiago–Habana. Una vez más se suben los afortunados con reservaciones y los pocos de la lista de espera que alcanzan cupos. Los demás a lo mismo: aguardar con resignación lo que nos deparará el día siguiente.

Al fin, una buena noticia

El cuarto día tratando de regresar a La Habana amanecí de muy buen humor. Creí haber llegado a una especie de estado Zen o al Nirvana budista, una etapa de total indiferencia, mezclado con restos de insomnio y marcas visibles de ojeras en el rostro.

Una vez más, aspiro al flamante y casi nuevo tren Holguín–Habana. Me acerqué a la ventanilla donde Carmen nos miraba con cara de compasión. Al verme llegar se le escapa: “Mijo, ¡vamos a ver si hoy por fin te vas!” Yo no le respondo. No tengo ánimo ni de creérmelo. Han sido muchos días con los matules empacados y compromisos de trabajo esperando.

Pasa una hora, dos, a las 10 de la noche se vuelven a anunciar las capacidades, justo 12. Clasificamos los primeros y dos señoras detrás de mí. ¡No me lo puedo creer! En menos de media hora nos piden los documentos, compramos pasajes y ya estamos camino al Salón 3. Sobre la 1 y tantas de la madrugada por fin podemos abordar. Con euforia cargo mi mochila y mi maletín, pero a la misma vez echo una mirada a los que quedan pendientes de irse. Sus rostros revelan un estado cercano a la amargura y me compadezco.

Ya en mi asiento correspondiente de segunda clase, solo ventiladores y menos confort, aunque bastante limpio y sin cucarachas, me arrellano como puedo. El maquinista pita y salimos de la estación. Yo me rindo durante casi todo el viaje; no tuve derecho a merienda, otro efecto secundario de “ser lista de espera”. Atrás quedan días de angustia y desvelo. Atrás también quedan mis “ya casi amigos” de la cola, a quienes le dedico un último pensamiento de esperanza.

La Habana me aguarda a diez horas de distancia y en el camino sueño con un viaje totalmente diferente, en una Cuba llena de trenes corriendo en todas las direcciones y en la que los cubanos de a pie podamos ver a nuestros familiares sin envejecer años con esperas, reservaciones y locomotoras que parecen venir de otra galaxia.

 


 

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