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Cuba

Llorar y despedir al Cardenal parece prohibido

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Texto y fotos: Silvia Alemán Fundora

Caminar por aquí siempre fue una buena opción de ocio, este 26 de julio no es una gran idea. La mayoría de los comercios y calles en las inmediaciones de la Catedral de La Habana están cerrados. En los próximos tres días será así: no habrá terrazas para almorzar, ni grupitos de música que las amenicen, ni siquiera mulatas besuconas: el cardenal Jaime Ortega Alamino, máximo representante de la fe católica en Cuba, ha muerto.

De pequeña, en la escuela, me enseñaron que la iglesia era cuna de disidentes y amiga de la burguesía. De grande, y aunque no practico esa fe, Ortega me inspiró y quiero despedirle.

Quiero llorar a ese progresista que en medio de una batalla de ideas sin voces opositoras, alzó la suya contra el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y sus compañeros en 1989, y en favor de los presos políticos de la Primavera Negra de 2003.

Si bien los lauros públicos son para otros, fue también Jaime quien hizo posibles los avances que tuvo la relación política de Cuba y Estados Unidos, con esa “impresionante capacidad para dominar momentos de crisis” que le resaltara José Ramón Pérez Expósito, administrador del Obispado de La Habana.

Necesité decir adiós a uno de los primeros en exigir cambios en mi Cuba, y fui.

Los márgenes de la Catedral están cerrados. La policía no deja pasar. Hago mi último intento por la calle de la Bodeguita del Medio. No puedo llegar.

A mi lado Aymée se desespera, pues vino con toda su familia, devota, para agradecerle a Ortega, pero no les permiten acercarse a menos de cincuenta metros. “Esto es una falta de respeto. He dado la vuelta por todas las partes posibles y me dicen que no. ¿Lo van a velar ustedes solos, o qué?

El policía repite: “Falleció el Cardenal y no se puede pasar a la Catedral”. No me conformo con eso, como casi nadie.

“Son setenta y dos horas de luto -dice el oficial-. Durante ese tiempo se desarrollarán las misas pertinentes e, incluso, puede que se le permita al pueblo pasar a la despedida. Por ahora, si quiere entrar, tiene que presentar el solapín”. Su compañero lo toca por el hombro. No puede decirme más.

https://twitter.com/mariojose_cuba/status/1154799361206956032

Ledys no tiene tiempo para estresarse. A través de sus gafas grandes y oscuras, puede verse que llora. “Para los católicos es muy difícil porque él siempre significó mucho para nosotros. Yo me enteré en la guagua, cuando abrí mi Facebook, y vine directo para acá; pero ya ves, no dejan pasar.” Solloza y se va a su casa. No le queda otra.

Lester, el portero del restaurante Cuba-Italia, de los pocos que continúan activos en la calle Cuba, nos cuenta que “La cosa está revuelta. Éste y el del lado son los únicos dos negocios que están abiertos por todo esto. Y la policía está que hace ola”.

En efecto. Los hombres de la esquina nos miran y transmiten por sus walkie-talkies. No quiero tener problemas y me voy.

Cuando salgo de La Habana Vieja parece que no ha pasado nada. Paso de un ambiente silencioso y triste a otro de fiesta en la misma ciudad, en el corto tiempo que tarda un taxi en llegar al Vedado.

El luto es solo en una parte de la capital. No se ha proclamado y, aunque así fuera, la música de la Tribuna no para, y los quioscos venden pollo y arroz frito como si tal cosa. La televisión, ya sabemos cómo es. Además del mensaje de condolencias transmitido por Díaz-Canel vía Twitter, no reseña nada.

Ortega, en el mal sentido, no ha muerto. No sabemos qué pasa con su cuerpo. Hoy solo se habla de continuidad y victorias, de hoteles nuevos que los cubanos veremos desde fuera, de una ciudad raída y sucia, que está cerca de celebrar su cumpleaños y se empeña en convencernos de que sigue siendo lo más grande.

 


 

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