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Por Fernando Vargas

Cualquier caminante avezado que recorra el Centro Histórico habanero, podrá notar la presencia, hace ya algunos años, de personajes que animan el paseo por sus adoquinadas calles. Están inmóviles y se confunden con las estatuas inanimadas, tan comunes en el entorno. Pueden parecer de bronce, cobre, hierro, madera y hasta arcilla; algunos se inspiran en protagonistas de la fantasía como un hada o una bruja, y otros le dan vida a símbolos de la ciudad, como un nexo entre el pasado, el presente y el futuro. Pocos saben realmente quiénes están detrás del maquillaje y esa ropa encartonada por el barniz y el sudor generado por un día bajo el sol tropical. Muy fuerte es el trabajo físico, pero mayor el papel del intelecto y la creatividad.

El gánster que asusta o hace reír a todo el que pasa por la esquina de Oficios y Mercaderes se llama Lisandro Isada González. Comenzó su formación en la Escuela de Instructores de Arte y se graduó en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona. Luego de una intensa y accidentada carrera como maestro y actor de sala, decidió aventurarse a explorar el discurso de la calle:

“Cuando salí de la escuela y pasé el Servicio Militar Activo, regresé a lo que se suponía que hiciéramos los instructores de arte. Luego el actor David Pérez me llamó para trabajar en un proyecto en la Casa de Cultura de Centro Habana. Acondicionamos el último piso, en un trabajo de equipo entre artistas de la plástica, músicos, bailarines… La idea era hacer teatro y una peña que iba a incluir todas las especialidades. Así estuvimos un año y David decidió unirnos en una obra basada en un texto de Reinaldo Arenas. El escenario era un bar, y los actores le llevaban el ron al público durante la pieza. El tema principal eran los emigrantes, hablaba desde esos cubanos que se fueron. Al cabo del mes nos llamó el gobierno de Centro Habana y nos mandaron a cerrar el proyecto”, nos comenta.

En la charla con Cuballama Lisandro agrega: “Luego estuve cinco años y medio en el Estudio Teatral Vivarta con Antonia Fernández, una excelente maestra de actores a la que debo todo lo que sé y he podido practicar en Gigantería. Pero un día llegó Roberto Salas pidiéndole que diera un taller a sus muchachos; ahí me explicó qué es Gigantería y eso me enamoró. Sobre todo, porque esa gente trabajaba en la calle de sol a sol”.

Gigantería, compañía de arte callejero que hace animación, teatro y performance, fue fundada por Roberto Salas y actualmente opera bajo un liderazgo colectivo. Resulta un ejemplo sui géneris dentro del panorama teatral cubano, pues autogestiona sus ingresos con los aportes que recibe voluntariamente de los transeúntes. Fueron pioneros en el arte de hacer estatuas vivientes en La Habana, y formaron a la mayoría de los actores —integrantes actuales o no—  que hoy se dedican a esa modalidad expresiva. Muchos han encontrado en ella la forma ideal de unir “lo útil y lo bello”, realizar un trabajo artístico y además garantizar el difícil sustento diario.

“Comencé a hacer estatuas porque me picó la curiosidad. Yo iba a La Habana Vieja, veía a Gigantería y me preguntaba ¿cómo pueden lograr eso?”. Me decidí a preguntar y los actores empezaron a contarme sus historias. En las vacaciones todo el mundo se fue para la casa y yo tenía que pagar el alquiler. Le pedí a Roberto salir a la calle con un personaje y me dijo: “Métele”. Y me advirtió que solo después de pasar una hora el actor se apodera de la estatua, pues va entendiendo las reacciones del personaje, la visión se amplía y se da cuenta de todo lo que pasa a su alrededor.

Han sido disímiles las fuentes de inspiración para construir los personajes que hoy le dan vida al Centro Histórico, pero predomina una tendencia a la recreación de personalidades o “caracteres tipo”: un trovador, una abuela, La Giraldilla, Teófilo Stevenson… Lisandro interpreta un gánster de aquellos que frecuentaron La Habana por los años 50, y que, pese a su cuestionable ética, dejaron huella en la memoria popular: “El personaje vino en un momento muy difícil, porque me lesioné en zancos y lo pensé durante esa crisis. Quería un vestuario inspirado en La Guerra de las Galaxias, pero era muy complicado. Una amiga bailarina me recomendó hacer una especie de Yarini, el famoso proxeneta, con su acompañante, y hablando con el diseñador del grupo perfeccionamos la idea hasta llegar a un gánster, pues hubo muchos que estuvieron en Cuba. De hecho, en el apartamento del tío de mi esposa vivió Meyer Lansky. A un amigo, nieto de un General de División, le quedaban algunas cosas de cuando su abuelo viajaba a la URSS; tenía un portafolio y un sombrero que encajaban perfectamente con lo que yo quería. Diseñé la metralleta pensando en algo funcional que jugara con el mafioso para usarlo como recogedora de dinero”.

Una de las mayores dificultades para mantener una buena producción de estatuas vivientes radica en los materiales y el maquillaje. La mayoría de las pinturas que se usan para cubrir la piel no se encuentran en el mercado nacional, y por eso los artistas tienen que recurrir a amistades en el exterior o a inventos caseros: “Recibimos mucha ayuda de los amigos, que antes de venir a Cuba nos llaman para preguntar qué nos pueden traer. Los maquillajes generalmente tenemos que comprarlos fuera del país porque aquí no los hay, y cuando no los consigues, los tienes que hacer tú mismo. Yo tengo un método: ungüento de aloe y lapicito de cejas. Ya ahora hay un poco más de facilidades, porque algunos cubanos compran en el extranjero”.

Actores profesionales como Lisandro han encontrado en la calle algo nuevo que no obtenían en las salas: una oportunidad para vivir de su arte, interactuar con el público y formar parte de la memoria viva del Centro Histórico. Pero el trabajo de la estatua viviente necesita una fuerte preparación física y psicológica, junto a “mañas” que hacen más pasables las largas y acaloradas rutinas: “Trato de hacer ejercicios habitualmente, porque cuando llevas mucho tiempo todo te empieza a pesar. Hay que saber controlar la respiración, que es la base de la estatua; a veces los huesos y las articulaciones duelen, pero cuando conoces la calle, aprendes a moverte discretamente, sin que la gente se dé cuenta. “La ventaja que tiene La Habana Vieja con la presencia de tantos extranjeros es que generalmente son muy cuidadosos de no romper el límite —el cubano no, y cuando pasas en esto un día entero, tiende a atormentarte, porque es escandaloso, gozador, se ríe, te da “chucho”. Además, en esta zona no hay tránsito ni música alta, hay menos ruido”.

La calle resulta un escenario complejo, donde el actor no está protegido por la convención teatral y se expone a cualquier reacción o interacción del público. A ello se suma que el aporte del transeúnte es voluntario, por lo cual la ganancia dependerá puramente de su valoración. Aun así, nuestro entrevistado reconoce que, a pesar de los embates, vale la pena: “Una vez estaba en La Habana Vieja y viene un hindú con un cubano que era el guía. Sus dos niños se acercaron a jugar conmigo y el padre sacó un billete de 50 CUC. Lo único que pensé para adentro fue “ñó”. Me mantuve en el personaje porque independientemente de lo que la gente te eche, tienes que hacer bien el trabajo. El guía le dijo que esa no era la cantidad que se daba, y el hombre cambió el billete por uno, doblado, de 3 CUC. Como gánster, en lenguaje de señas, le dije al cubano: “me mataste”. Cuando estaba desmaquillándome, al revisar en la recogedora, no sé cómo, estaba el billete de 50 CUC”.

Y concluye: “La calle te premia siempre. Cuando trabajas bien, no es necesario preocuparse, porque si no te retribuye monetariamente, lo hace con un beso, un abrazo, una flor, un cariñito, un coqueteo, un extranjero que entiende lo que estás haciendo o un cubano que viene y te brinda un trago de ron”.

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