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Cuba

La Habana: lo que el viento no se llevó

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Por Fausto González

Muchos son los esfuerzos que se juntan para ayudar a aquellos que más sufrieron tras el paso del tornado por La Habana el pasado 27 de enero. Es reconfortante saber que entre tantos ánimos todavía hay espacio para que estudiantes y profesores, habaneros comunes y corrientes, intenten actuar más allá de las aulas o las redes sociales. Precisamente esto fue lo que ocurrió cuando la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana salió a las calles del municipio Diez de Octubre, no para reportar sino donar.

Cuando las guaguas, cargadas con lo que habían estado recibiendo y organizando, entraron en Luyanó, con la excepción de algunos escombros y basura apilada al lado de la calle (situación no tan rara en varias partes de la ciudad) el barrio estaba en total calma. Eso cambió cuando los estudiantes entraron al albergue donde se encontraban familias que lo habían perdido todo, menos la vida.

A pesar de la presencia de varios encargados del orden en el lugar, era evidente que el que tomaba las decisiones en cada momento era el médico, quien velaba por la salud de los pequeños que correteaban por doquier. La comida se clasificó de acuerdo a los valores nutricionales, para atender a los casos especiales. La ropa se dio a cada familia, según los integrantes.

“Gracias” era la respuesta más común entre los adultos, algunos tristes y avergonzados. Los niños eran los más emocionados. Unos gritaban de alegría al ver los juguetes que llenarían sus días de diversión, otros se ponían bravos porque “¡los libros de colorear no son juguetes!”

El viento no se llevó los deseos de ayudarse entre todos

En las calles, a pocas cuadras de distancia, no hubo risas. Los voluntarios, muchos de los cuales nunca habían visto una zona de desastre, corrían de un lado al otro, buscando dentro de las ruinas las casas y las familias que más necesidades tuvieran, que en algunos casos eran extremas.

La diferencia de una calle a otra era enorme. A diez metros de donde la labor era limpiar el polvo, había casas sin techo o sin muro. Los habitantes indicaban en todas las direcciones para que se llevara comida y agua. Una señora detuvo a un grupo y les pidió batas de casa. En una entrecalle, invisible desde la acera, una muchacha quería alguna ropa que fuera bonita pero cómoda. A esa hora toda la organización no sirvió para nada: la ropa solo estaba dividida entre hombres, mujeres y niños. Aunque luego, la sonrisa de la señora fue recompensa suficiente.

Hay quienes se niegan a abandonar sus casas, sin importar lo dañadas que estén. Los que no tienen camas duermen en el piso, los que no tienen techo, lo hacen bajo las estrellas. No es posible determinar si no tienen cabida en los albergues, o si no quieren dejar atrás lo poco que aún tienen.

Dentro de una de estas casas entra un pequeño grupo de estudiantes. Cuando preguntan qué requieren, les responden que no se preocupen por ellos: “Vayan a la casa de al lado, ahí vive una persona mayor sola, vean primero qué le hace falta a ella. Si quieren, vengan luego por mí”. Hay cosas que el tornado no se pudo llevar.

En la siguiente parada, la Iglesia de Jesús del Monte, el cargamento de donativos, entre ellos latas de conservas, leche, agua, jugos, sábanas, zapatos, camisas, vestidos y ropa de bebé, se vacía finalmente. A metros de las puertas de la iglesia el camino hacia lo profundo del barrio está cerrado. Dos excavadoras recogen los escombros, las personas tienen que salir a la calle principal de Diez de Octubre y dar la vuelta, o atravesar el sitio de las excavadoras con el riesgo de accidentes. Sin que se diga nada, varios comunicadores cogen algunas palas que sobran y se deciden a auxiliar para liberar de escombros lo que queda de acera transitable. Es un poco después del mediodía y el sol en Cuba… ya se sabe.

El obstáculo de ladrillos y piedras se resiste al esfuerzo de los jóvenes, pero se avanza. Ya las personas pueden pasar por arriba de la loma que debería ser escalera. Un señor mayor extiende la mano y uno de los estudiantes se ofrece  para que cruce seguro. “No, chico, no es para bajar. Dame acá una pala, que todo el mundo tiene que ayudar”. Entre todos, vecinos, trabajadores y universitarios limpiaron la escalera.

En la guagua de regreso todos están cansados y sedientos. Algunos están contentos, otros frustrados. Siempre se podría hacer más. Fue un solo día, apenas unas cuantas horas. Escaso tiempo como para solucionar un problema tan grande. Pero suficiente como para recordar por qué ningún huracán, ninguna tormenta, ni ningún otro desastre, ha podido vencer a los cubanos. Porque a la hora de la verdad, no hay viento que se lleve el espíritu.

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