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Cuba

Un dólar al día: los coquitos de Leonor

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Texto y foto: María Carla Prieto

Leonor es madre soltera de tres hijos y una luchadora. Vende los coquitos más ricos de La Habana, por solo un peso

Sí se puede vivir con un dólar al día, y con mucho menos. Pregúntenle a ella. La conocí cuando era apenas una niña, pues su hija y yo íbamos a la misma escuela.

Nunca entendí por qué el resto de los pequeños se burlaba. Sus ropas desvencijadas, su andar cabizbajo, guardaban a una mujer dulce, cariñosa, luchadora.

No me gustaba cómo Lili la trataba. Cada vez que iba a verla a la escuela, se unía con los otros chiquillos para orquestar en su contra las más crueles pillerías, cosas de muchachos. Leonor no protestaba. Supongo esa era la manera de  mantener a su hija fuera de su mundo por un rato.

La niña mentía siempre. Hablaba de lujos, buena vida, cosas caras. Temas invariables y totalmente ajenos a ella. La silueta de pobreza de su madre se proyectaba a la vez sobre ella. Mágica. Entera. Implacable.

En la escuela, mi compañera se refería a viajes, personajes poderosos. Muchos, sobre todo los ricos, advertían las mentiras, pero le seguían la corriente. Cuando husmeabas un poco conocías la historia, típica en cierta medida.

Madre soltera de tres primogénitos, dos de los cuales cumplen condena de prisión. La cabeza de familia debía limpiar en las casas más acomodadas en las mañanas, para volver a su pequeño cuarto al mediodía y continuar con su trabajo hasta altas horas de la madrugada. Lili se avergonzaba del trabajo de su madre.

Su segundo negocio se encuentra a escasos metros de lo que fuera el Café Literario, justo frente al Cine Riviera. Todas las noches, Leonor saca su taburete y permanece allí, vendiendo, hasta bien entrada la madrugada. Ya se ha posicionado en la zona, pues tiene los coquitos más ricos de La Habana. Cuestan un peso. Entre semanas, hace 25 CUP diarios.

Su público más asiduo son quienes frecuentan el parque de G. En ese espacio lo conoce todo. Fue precisamente allí donde la volví a ver. Su mirada no había cambiado, mas su figura parecía aún más cansada. A su lado se sentaba un pequeño. Era su nieto.

No quise marcar el tiempo. “¿Cómo se anda, Leonor?”. Solícita, me invitó a un café. Supe entonces de sus hijos: habían salido, ya tenían familia y, el nene del que cuidaba, era de la hembra.

Al interesarme por el trabajo pegó un suspiro: “La venta ya tú la conoces. Un día más, otro menos, pero cuando uno se acostumbra a luchar no se rinde”.

Desde ese día la encuentro más seguido. Lili, al parecer, continúa avergonzándose. Nunca más la he visto.

 


 

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