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Cocina

El sazón de María Antonia: en la memoria de muchos habaneros

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Ya no la ven repartir pedidos acicalada con su turbante. Pero la sazón de María Antonia, sus almuerzos, son imposibles de olvidar

Ni la desaparición de la feria de Malecón, ni la enfermedad que le impide caminar actualmente, lograrán borrar de las memorias de la zona el sazón de María Antonia.

A sus 89 años aún recuerda el momento en que llegó a la capital. Buscaba un futuro para ella y los suyos, quienes permanecían en la provincia de Cienfuegos, tratando de sobrevivir. “Nosotros trabajábamos muy duro. De pequeñas, hacíamos carbón para vender. Ya un poco más grandes, trabajábamos en las casas de las familias pudientes”.

La mayor de ocho hermanos sintió siempre que debía velar por ellos. Fue ese el motivo por el cual vino a La Habana. “Recién me establecí, procuré traer a los más pequeños. Casi todos terminaron viviendo aquí”.

Muchos fueron los oficios desarrollados durante los primeros años, mas el de mayor éxito fue indudablemente el de cocinera. Los conocimientos adquiridos en las grandes residencias de su provincia natal, y las nuevas formas de hacer cultivadas de la práctica en la capital, se unieron en María Antonia para lograr un resultado asombroso. “Empecé cocinando en santos. Después, monté mi propio negocio”.

Viviendo en F y 3ra, estaba cerca de hoteles, así como de la feria de artesanías de Malecón. Cada mañana, Mimi, como muchos la conocen, decidía el menú del día. Cerca de las 9, salía con su invariable turbante a proponerlo.

“Los dependientes del Atlantic, así como los trabajadores de la feria y de la tienda Caracol que había enfrente, eran mis clientes asiduos. En Galerías Paseo o el hotel Cohíba también tenía alguno”.

Los platos de comida criolla eras muy variados: arroz, potaje, carne de cerdo o pollo, viandas fritas y ensalada de estación. Todo por 1 CUC.

“Siempre volvía con 20 o más pedidos, la libreta no me duraba mucho. Debía anotar además, las especificidades de cada plato. Una vez de vuelta en casa, empezaba a elaborar”.

Cerca de la una de la tarde, las jabas de mimbre estaban listas. En ellas, dispuestos en orden meticuloso, viajaban una veintena de pozuelos a repartir. “Al principio lo hacía, pero con el paso de los años, mi hija asumió esa responsabilidad, aunque yo la acompañaba para visitar a las amistades”.

Negra, fibrosa, de unos 50 años, Ana adoptó la pose de su madre. Con turbante también, caminaba atareada por entre los puestos de zapatos, con penetrante olor a cuero, repartiendo pedidos.

Los almuerzos de María Antonia

Los tiempos han cambiado. El lugar donde radicaban la mayor parte de los clientes, fue cerrado. La Caracol fue desmantelada y bajar por pocos comensales no merecía la pena. “Aun así lo hacía. Me acostumbré a alimentar a esa gente. Cuando se fueron, sentí un vacío muy grande, eran ya parte de mi familia”.

A día de hoy, algunos de sus viejos amigos pasan a verla. No es la misma ya. Mientras se recupera de un accidente cerebrovascular, yace en silencio, sentada en su sillón de siempre. Las piernas no se le hinchan como antes, “pero tengo unas ganas de ir al agro que me muero”, bromea.

Cristina, exdependienta de la Farmacia Internacional de La Torre Atlantic, habla con cariño de los almuerzos de María Antonia: “Me alegraban el día. Una señora muy ocurrente y viva. Además del trabajo, se quedaba conmigo a veces para hacer una tertulia rápida. ¡No sabes cuánto diera por ver ese turbante a través del cristal, al menos, una vez más!

Texto y foto: María Carla Prieto

 


 

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