¿Dinosaurios en Cuba?

Doce instalaciones de dinosaurios conforman un parque que gusta por igual a niños y padres. Los mayores hubieran dado cualquier cosa por tener uno así en su infancia

Cuando entré, lamenté no tener un parque como este en mi infancia. A cada lado de la entrada, un diplodocus te saluda. El monumental animal mecánico toma aire –o al menos eso parece- y lanza un aterrador chillido de bienvenida el visitante.

Lo que sigue es realmente impresionante. Doce instalaciones de dinosaurios, donados por la empresa italiana Italsav, remplazan el otrora espacio yermo del parque Forestal de La Habana.

Aprender nunca fue tan divertido para los más pequeños. En puntos estratégicos del parque, los “árboles sabios” explican las particularidades del sitio y de cada una de las especies que allí se exponen. Una vez asimiladas las instrucciones, se puede comenzar la exploración.

“¡Tócalo, papi! Mira, son como los que tienes en la casa”. Sin embargo, el realismo de las figuras parece asustar a Luisito, quien accede casi sin ganas, a posar junto al reptil eléctrico.

Al poco tiempo, el niño perdió el miedo y retozaba con un amigo nuevo. Para sus padres era imposible seguirle el ritmo. En pocos minutos, los infantes, tomados de la mano, habían visitado el área de souvenirs, de donde regresaron con sendas jarras  impresas con sus dinosaurios favoritos.

Un poco más calmados, contemplan la principal atracción del parque: el tiranosaurio rex. La figura, de 20 metros, lanza agua por las fauces y los niños no quieren perderse el espectáculo.

A pesar de la inmensidad del área, los padres parecen relajados: “No hay peligro alguno. En cada espacio encuentras personal de seguridad. Desde la apertura, esta es la tercera ocasión que venimos. Estamos maravillados, de verdad”. Aylet y su esposo no son los únicos. A lo largo de los llamados pulmones de la ciudad, solo elogios pueden escucharse.

“Las ofertas son muy variadas y sobre todo, asequibles a cualquier bolsillo. Mientras los muchachos corren por ahí, los padres disfrutamos de una cerveza nacional a precios normales, cosa casi imposible en cualquier lugar. Las golosinas de los niños están garantizadas en las cantidades deseadas y, lo más importante, es un espacio de socialización para grandes y chicos”, opina Alejandra, ama de casa.

Anays también se alegra del rescate de este espacio: “Antes estaba lleno de yerba, peligroso. Solo circulaban por aquí unos pocos jóvenes para montar patineta. Verdaderamente, estaba desaprovechado”, comenta.

Aunque las nuevas bondades son muchas, algunos se cuestionan la pertinencia del exceso de libertades de compra, que pueden atentar contra el disfrute de los menores en la instalación: “No se norma nada. Puedes adquirir cuanto quieras de cualquier producto –me refiero a chucherías-.  ¡Eso es un foco para los revendedores!”, sostiene Rafael.

Por su parte, Cecilia, dependienta de la cafetería del centro, sostiene las bajas posibilidades de afrontar ese problema: “Aunque vendemos dulces a quienes no traen niños, estamos muy atentas de a quien despachamos. Por otra parte, si el abastecimiento es poco, lógicamente establecemos límites de compra”, puntualizó.

En el restaurante de la instalación, Martha y su familia ocupan una mesa de seis puestos. “La comida es, sobre todo, criolla. La elaboración es buena, aunque ordenamos pollo y  el mío estaba un poco duro”.

Casi son las seis de la tarde. Luego de una foto en la que clama por su vida desde las fauces de un dinosaurio de mentira, Luisito y sus padres se encaminan a la salida. El pequeño, en un arranque de curiosidad y admiración por los reptiles, se asoma en la boca de uno de los estáticos, a medio salir del cascarón.

“Mami, ¡qué peste a boca tiene ese!”. Sus padres no pueden dejar de reír a carcajadas ante la ocurrencia. El niño los mira con ojos grandes de incomprensión. ¡Pobre inocente! Sin advertirlo, metió la cara dentro de un depósito de basura temático.

Texto y fotos: María Carla Prieto