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Cuba

Los cubanos y las supersticiones

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Algunas supersticiones comunes entre cubanos: ¿dejas un sillón moviéndose solo, qué pasa si un espejo se rompe?

Martha no había leído aún La casa de los espíritus de Isabel Allende y era incapaz de ponerse de pie y dejar un sillón balanceándose solo. Una vez que leyó la novela de la escritora chilena constató su pánico al movimiento de los sillones en la sala penumbrosa, mientras el resto de la familia dormía. No lo atribuía al aire de madrugada que se colaba por la ventana del frente, ni al gato que dormía debajo de los muebles. En realidad, asegura Isaías, su esposo, “lo de ella no viene por el libro, lo de ella son supersticiones y las ha tenido toda la vida”.

Los cubanos, por lo general, son supersticiosos. Unos menos que otros, pero son muy pocos los que de pequeño no usaron un azabache para el mal de ojo, o una tira roja que alejara lo malo. Si bien estas creencias no están respaldadas por ningún criterio científico, el imaginario popular las ha sabido validar a golpe de leyendas.

“A mí no se me olvida la hija de Ana Celia, mi difunta vecina, que se casó el mismo día que su hermana. Mira que le advertimos que traía mala suerte, que dos hermanos no debían contraer matrimonio al unísono, pero no hizo caso. Conclusión, a la semana, el marido se le mató en un accidente”, cuenta Virginia Febles.



Historias así de espeluznantes, transmitidas de generación en generación, como herencia sagrada, han hecho que los jóvenes, por miedo a caer en las desgracias que le advertían los abuelos, sigan siendo cuidadosos cuando de supersticiones se trata.

“Yo, por si acaso, no dejo caer sal en el piso, ni pongo tijeras sobre la cama, porque lo último que quiero son discordias en mi hogar”, confiesa Alejandro García, de 30 años. Le digo a mi esposa que no barra los Viernes Santos, no vaya ser que se nos llene el piso de hormigas, cual castigo divino. Y, claro, como todo cubano paranoico que se respete me aterrorizo al ver un gato negro. No abro sombrillas bajo techo, aunque bueno, ya estoy casado. Y si sueño que alguien conocido se muere, lo cuento antes que llegue el mediodía”.

“Cuando yo tenía siete años era muy travieso. Mi mamá era maestra de primaria y por el Día del Educador le habían regalado un espejo grande”, rememora Anthony Estévez. Lo puso en la sala y ella estaba feliz. Pero yo era demasiado pequeño y no me veía de cuerpo entero. Entonces, como parecía ligero, lo intenté bajar y se me cayó. Se le hizo una grieta de punta a punta y ella, después de darme una tunda, lo botó a la basura. Decía que mejor sin espejo que con siete años de mala suerte”.

Para Oscar Borges, todo eso parte de mitos que se transmiten a través del tiempo, y luego el temor y la incertidumbre los vuelven perdurables. “Además, el ser humano necesita de qué agarrarse, porque la vida en la tierra es del carajo. Por eso hay quienes tienen amuletos, creen en los astros y el ciclo de la Luna, otros profesan fe en Dios o en Olofin; y una buena parte habla de un ser querido y toca madera o se pone contento si le pica la mano derecha, porque tal vez reciba dinero”.

Lucía Jerez

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