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Cuba

Cuba: los costos de una educación que cada vez es menos gratuita

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Texto y fotos: Flavia Viamontes

“Mami, para la exposición del trabajo práctico de Historia cada niño debe llevar un plato”. Extrañada,  la madre le cuestiona a Laurita sobre la rara relación entre las clases de Historia de Cuba y la culinaria. Incluso,  para no restarle entusiasmo a su hija, piensa para sí que se trata de un simple corte evaluativo de Quinto Grado y no la defensa de una tesis de Maestría. Aunque, interioriza, a juzgar por las exigencias de hojas blancas, computadoras, fotos y carpetas, supone un trabajo final para grados muy superiores.

“La maestra indicó que cada equipo, luego de exponer su trabajo, se reuniría y festejaría con lo que trajeron”. No sin extrañarle, la mamá se conforma —como tantas veces ha hecho con las absurdas exigencias de la escuela— y le asegura le preparará un flan para el día señalado. No obstante, se comunica con otras madres que, también dudosas, ceden y se comprometen a enviar algo.

Feliz se va Laurita para la escuela con el dulce preparado por su madre. Sus compañeritos también llevaron refrescos, un cake, bocaditos, caramelos…

Después del horario de receso es la hora señalada para que comiencen las exposiciones de los equipos. Varias maestras están en el aula, supuestamente para ayudar en la evaluación.

Todos lo hacen estupendamente bien. Muestran habilidades y, como reacción lógica, están muy contentos y locos por celebrar  con sus compañeritos y maestras.

Dulce, la profesora, los manda a sentar a cada uno en su puesto. De los múltiples platos que esperan sobre la mesa en una esquina  del aula, solo les reparte unos caramelos a cada niño y un poco de refresco.

“¿Y lo demás?”, le pregunta insultada la mamá a Laurita cuando ya en casa le resume el día. “Se lo comieron las maestras de la escuela y le dieron a la visita del municipio que llegó de imprevisto. No pude probar el flan, mamá. ¿Me haces otro?”

Paula

Como cada tarde, Aurora recoge a su pequeña Paula en la escuela. Cursa el Cuarto Grado y es una niña animada, inteligente y de muy buen comer.

La madre siempre le trae algo para que Paula coma mientras llegan a casa. Sabe que a esa hora tiene un hambre voraz. Desde el almuerzo no come nada, pues solo prueba la merienda que le manda y el “refuerzo” para la comida, pues la de la escuela que cada vez está peor.

Pero en esta jornada en particular, Paula no tiene hambre cuando su mamá pasa a recogerla, tampoco está animada. “Me duele la barriga”, le confiesa.

Se preocupa pensando qué pudo haberle caído mal: hoy le dio chicharritas y salchichas.

Arroz, chícharos aguados, picadillo de pescado y mermelada de zanahoria, es casi siempre el menú de cada día y  Paula, como la mayoría de los niños, lo rechaza.

Ya en casa Paula vomita y tiene diarreas. “¿Comiste algo más?”, le dice muy preocupada la mamá.

La nena, con miedo y en medio de su malestar, confiesa: “Con los cinco pesos que me diste me comí una  empanada y un jugo de los que mi maestra trae a la escuela cada día para venderle a los niños y al resto de sus colegas”.

Daniela y Sofía

Los padres de Daniela comenzaron desde mayo a pensar en cómo podían hacer “magia” para compensar los gastos del verano y los del inicio del curso. Mochila, tenis, útiles escolares, medias…

Ambos padres son trabajadores de una empresa del Estado. Su salario promedio no sobrepasa los 900 pesos cubanos y aunque saben bien que “la magia no existe”, algo hay que hacer para que Daniela pueda ir decentemente a la escuela.

Llega el primer día de clases y la nena luce un aspecto distinto. Ya no tiene su pelo largo y recogido, con gusto, en medio de la cabeza.

Madre e hija se encuentran en la puerta de la escuela con su amiga Sofía y su mamá. Sofía, con el desenfado que caracteriza a los niños, advierte que su compañera de clases ya no tiene su cabello largo. “¿Por qué te pelaste, Daniela?”

La amiga, contenta, solo atina a señalarle sus tenis nuevos y su mochila de estreno.  “Mi mamá me lo cortó, lo vendió y me compró toodooo esto”, le muestra con inocente orgullo.

Los preparativos cuestan mucho dinero

Estas historias no son eventuales. Cada nuevo curso escolar marca el inicio de una guerra para la familia cubana que se ha visto obligada a incluir, en las cuentas de su economía doméstica, gastos no convencionales de la educación de sus hijos.

Es una lucha que comienza aproximadamente en agosto cuando inicia la cuenta regresiva para comprar la mochila, zapatos, uniforme y todo tipo de utensilios escolares, que no ofrecen en las tiendas en Moneda Nacional y mucho menos a precios módicos.

Además, se ha convertido en “tradición” que a inicios de curso los familiares tengan que aportar dos o tres CUC para comprar ventiladores, lámparas, pintura o para pagar a un carpintero para reparar ventanas y puertas en el aula.

Dalia Vázquez tiene dos hijos en secundaria y explica a Cuballama que paga 10 pesos cubanos al mes en cada aula para el salario de una persona que la limpia cada sábado. “Si no, la tienen que limpiar los propios niños”, enfatiza.

El uniforme, otra pesadilla

El tema de comprar y arreglar el uniforme es uno de los principales conflictos del verano para la familia cubana.

El Ministerio de Educación es el encargado de garantizarlos cada año y aunque se empeñe en anunciar que todos los escolares lo tienen asegurado, la realidad es bien distinta.

Las ventas se hacen con una boleta que te dan en la escuela al finalizar el curso, la libreta de abastecimiento,  más la identificación del menor y solo en una tienda específica del barrio.

Pero aun teniéndolo todo, es usual que al establecimiento asignado no lleguen los uniformes en tiempo, o se acaben las tallas más demandadas en solo un día de ventas.

Además el Ministerio de Educación decidió que no todos los grados tienen derecho a comprarlos. Es decir, a los terminales —Sexto, Noveno y Duodécimo— no se les asigna, porque los responsables consideran que no los necesitan.

En tanto, los pequeños que van a comenzar preescolar reciben dos, pero luego no tendrán más “derecho” hasta segundo o tercer grado. Como si un mismo uniforme pudiera resistir tres años, o como si los niños no cambiaran nada durante ese tiempo.

“Mi hijo terminó Noveno Grado el año pasado con un pantalón que le quedaba por encima del tobillo, las dos camisas que tenía muy apretadas y todo gastado. ¿Es que no se dan cuenta de que los niños crecen, sobre todo en esta edad,  engordan y no todos cuidan igual el uniforme?”, se pregunta Ofelia, madre de un alumno que hoy  cursa  Décimo.

Para este año, cuenta, le dieron dos pantalones y dos camisas. “Eso no alcanza para nada. Hay que estar lavando casi a diario. Aunque ya a esta edad ellos cuidan un poco más, el calor es enorme y más de una jornada no se puede usar. No obstante, las mayores tragedias fueron en primaria y secundaria”, reconoce.

Para adquirir uniformes extra,  no queda otra que recurrir al mercado negro, curiosamente bien abastecido, aunque con precios que están fuera del alcance de muchas familias.

Un juego de camisa y saya, bermuda o pantalón puede llegar a costar unos 100 CUP, mientras una sola pieza oscila entre 50 y 60 pesos, dependiendo de la zona y la provincia.

Hay quien los han comprado en Miami, donde existen varios establecimientos que comercializan uniformes de los que se usan en Cuba.

Otro de los absurdos que acompaña al tema es la exigencia en algunos centros educativos de medias blancas y zapatos negros —algo que rara vez se puede cumplir—, para lo cual no hay ni boletas ni ofertas asequibles al bolsillo de la mayoría.

“¿!!Gratuita la educación!!?”, inquiere con indignación a Cuballama una madre que sale de una primaria del Vedado con sus mellizos. “La educación tal vez sea gratuita, pero cada curso escolar cuesta lo que nadie se imagina. Y para mí, el doble”, afirma señalando a sus hijos mientras continúa su camino apurada.

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