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Cuba

Campanario 1067: un solar entre aguas albañales en Centro Habana 

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Texto y fotos: Lucía Jerez

Aguas albañales hace siete años acompañan a los vecinos del solar ubicado en Campanario 1067

Las personas que habitan el solar de Campanario 1067 saben lo que es la desesperación, pero sobre todo, conocen lo que es sentirse desprotegidos por un gobierno, que ha esquivado sus quejas, como quien patea un balón. Ninguno recuerda la última vez que pudo salir de su casa sin tropezarse con la laguna de excremento que se apodera del patio interior.

“Hace siete años que padecemos este problema. Antes, cuando a la gente de Vivienda les parecía, venían con un camión, destupían y hacían un arreglo que duraba uno o dos días. Pero esto ya se encuentra en un extremo crítico. Las autoridades nos dicen que lo que hay que cambiar es la línea, pero según ellos no estamos contemplados en el plan de inversiones y no tienen presupuesto para las tuberías”, cuenta una de las vecinas.

Yasser Fernández guarda más de una docena de cartas impresas. Fueron dirigidas a instituciones estatales, Aguas de La Habana, Vivienda, Comunales, incluso, hasta Miguel Díaz ̵ Canel figura en los destinatarios. “Eso el gobierno lo sabe. El mal olor es insoportable, además del riesgo por la infección que supone. Aquí hay niños, dos pacientes operados de cáncer, una lo tenía en los senos. Ahí vive otra señora que está ciega, al lado una encamada. No nos queda a dónde acudir”.

Cuando los inspectores de higiene aparecen  por los alrededores se limitan a examinar los domicilios, y alegan que la charca de fluidos albañales no constituye un peligro, pues “el mosquito vive en zonas limpias”.

“Nosotros aquí no tenemos agua potable. Tanto el manto como los canales se contaminaron con toda esta inmundicia. Diariamente debemos controlar cuando viene llegando y cogerla antes de que pase a los conductos. Aunque casi siempre salimos a la calle con pomos y cubetas para traerla de otros lugares”, explica Agustín Oliva.

La humedad va filtrando los cimientos de la construcción. Los habitantes no solo conviven con el hedor y los conflictos de una fosa. También con el miedo de ver derrumbar las paredes que los resguardan.

“Deberías venir de noche, a eso de las siete y pico. Cuando el agua empieza a llegar y se comienzan a descargar los baños. Se multiplica la inundación y es imposible salir o entrar a la cuartería. ¡Ay mija, qué te vamos a contar!”, grita una señora desde el último piso.

Los que viven allí no hallan qué pecado pudieron haber cometido para merecer ese calvario. Viven encerrados, a veces se asoman a las ventanas a ver cómo la desidia les corrompe la vida, le quita los sueños y los enferma. Llevan la mirada triste y una carga de dudas que nadie les ha sabido aclarar. Eso sí, permanecen convencidos de que la humanidad que los ignora afuera está tan podrida como el aire que ellos respiran dentro.

 


 

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