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Por Fernando Vargas

Para celebrar el cumpleaños de La Habana, el 16 de noviembre, abren sus puertas la Catedral y el Templete. La iglesia de fachada barroca alberga una imagen de San Cristóbal, santo protector de la villa fundada en 1519 en su actual asentamiento, que probablemente deba su denominación a la unión del nombre del cacique indígena Habaguanex con el santo católico, patrón de los viajeros y benefactor de todo el que tocara puerto en la isla.

El Templete, pequeño monumento neoclásico erigido en el siglo XIX para conmemorar la primera misa y el primer cabildo, ampara una ceiba que para los orishas se identifica con Olofi, Obbatalá, Olorum, Oloddumare y Ochanlá, además de ser el árbol de Dios para los paleros.

Se dice que desde los inicios del siglo XX algunas muchachas, generalmente de clase media y alta, acudían a la Catedral este día, tocaban la aldaba de su puerta principal y, luego de la misa, caminaban de forma furtiva hasta el Templete para encomendarse a otras providencias y pedir que se cumpliera su deseo, casi siempre encontrar al hombre de sus sueños.

Eusebio Leal, Historiador de La Habana, reavivó la tradición con el fin de reforzar los lazos de identidad cultural con la ciudad. Quien conozca un poco a los cubanos no se sorprenderá al saber que el rito ha cobrado fuerza y el pueblo, con la religiosidad difusa y ecléctica que lo caracteriza, ha encontrado un espacio más para pedir prosperidad y bienestar.

“La ceiba concede de verdad si lo pides con fe”

Según la tradición, la espera para dar las consabidas tres vueltas debe hacerse en absoluto silencio, y lo que se pidió al árbol ha de permanecer “en secreto”, mas resulta casi imposible para un cubano mantenerse callado tanto tiempo, y la larga fila para encomendarse a la tierra de la ciudad constituye un espacio de socialización y encuentro.

También corre de boca en boca que “la ceiba concede de verdad si lo pides con fe”, de ahí que muchos acudan para solicitar la cura de enfermedades propias o de familiares, la aparición del hombre o la mujer ideal, la aceptación en algún trabajo, prosperidad para los negocios, buena suerte en exámenes escolares, solución de dilatados trámites migratorios… Otros no van con un propósito definido, simplemente se integran al folclore, se reencuentran con amigos perdidos, sacan a pasear a los niños y luego caminan por el Malecón.

Como en muchos otros aspectos de nuestra religiosidad popular, no queda muy claro si se pide un solo deseo o uno por cada vuelta; si se deja caer la moneda en cada uno de los giros, o solamente al final; tampoco hay monto fijo a pagar, aunque algunos dicen que mientras más difícil sea conceder el deseo, más deberá abonarse. Otra preocupación versa sobre el destino de ese dinero al final del día, y la respuesta conocida es que se entrega a la Oficina del Historiador como contribución a la restauración de la ciudad, o al menos de su zona con valor patrimonial, aunque no pocos crean que siempre se “perderán” algunas moneditas por el camino.

Al amanecer del 16 de noviembre el escenario es variopinto. En la Catedral de La Habana se celebra una Eucaristía conocida como “la misa de los mudos”, porque la tradición dicta que los fieles salgan de su casa y regresen a ella sin hablar. Esto ha atraído tanto a personas sordomudas, que muchas veces la iglesia ha decidido poner un traductor del lenguaje de señas para hacer más abarcador y participativo el mensaje sacramental.

Entre la muchedumbre que se acerca al altar y se persigna ante el santo, hay católicos de toda la vida, como un matrimonio de la tercera edad que confiesa llevar setenta años yendo a ver a San Cristóbal, y solo faltaron una vez por estar fuera del país. También asisten una triple generación de madre-hija-nieta portando atributos de la santería, adaptación cubana de la religión youruba; ellas ven en el santo la transmutación sincrética de Aggayú Solá, por lo cual tocan la puerta principal tres veces para que sepa que estuvieron ahí, y llevan a la bebé en brazos para asegurar su protección ante todos los males.

Junto a la ceiba, a la sombra del Templete, una señora que prefiere no ser filmada cuenta que su mejor amiga pedía un viaje cada año y acaba de adquirir su residencia en España. Ahora ella viene a interpelar porque todo le vaya bien “allá” y pueda venir pronto de visita o invitarla a la Madre Patria.

Llega un matrimonio desde San Antonio de las Vegas, Mayabeque, nueva provincia que hace siete años se desligó de La Habana por decisión de la Asamblea Nacional del Poder Popular, pero muchos de cuyos habitantes siguen sintiéndose habaneros. Aprovechan la tradición para festejar el cumpleaños de la esposa, traer a los niños para que conozcan más el Centro Histórico y educarlos en el amor a su tierra, además de socializar con conocidos.

La ceiba atrae, asimismo, a visitantes de otros países. Una arquitecta, investigadora y escritora de Boston observa el panorama como una curiosidad antropológica. Deseosa de conocer un poco más sobre las costumbres de los cubanos, les ha preguntado a varios por qué vienen al Templete o a la Catedral y, según ella, muchos dicen que no lo ven como algo puramente religioso, sino como un símbolo esperanzador en el cual confían para la concesión de sus deseos.

La Habana ya casi cumple 500 años, su futuro es incierto, aunque puedan verse algunos retoños; se erigen edificios, hoteles, tiendas especializadas —popularmente conocidas como «museos» por sus privativos precios—; se abre una zona especial en el Mariel para el desarrollo económico… Bastante se promete hacer por el medio milenio de la ciudad, pero, mientras, «por si acaso», los cubanos mezclan la tradición católica con creencias animistas, se encomiendan a dios y a la tierra, tiran su moneda, tocan la aldaba y piden a ese «ser espiritual» salud, paz y bienestar.

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