«Cuba se encamina a un desastre» dice The Economist

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Sin reformas profundas en Cuba —que incluyan desmontar monopolios estatales, abrir espacios reales al sector privado, garantizar derechos básicos y atraer inversión sin control absoluto del Partido— lo que viene no es una “actualización” del modelo, sino una larga agonía con estallidos parciales: protestas por apagones, cacerolazos por falta de alimentos, migración masiva de quienes todavía pueden escapar, señala The Economist.

Hace ya tiempo que la pregunta dejó de ser si Cuba podría entrar en crisis, y pasó a ser cuánto más puede caer un país que parece vivir en cámara lenta hacia el colapso.

The Economist resumía hace unos días el cuadro con una frase brutal: la isla se dirige al desastre si su régimen no cambia de manera drástica. En su radiografía mencionaba salarios medios de unos 6 500 pesos mensuales —apenas unos 14 dólares al tipo de cambio real— para profesionales como médicos y maestros, mientras productos básicos como una caja de 30 huevos superan el sueldo de un limpiador o un custodio. El cartón de huevos en 2 800 pesos, el kilo de arroz en 650 y el de frijoles en 300 colocan la alimentación básica fuera del alcance de millones de personas. Y en un dato que dice más que cualquier discurso, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, acostumbrado a trabajar en zonas de guerra o hambrunas africanas, ha tenido también que volcarse a sostener la nutrición de niños cubanos.

Mientras el bolsillo de las familias se vacía, el país ha sido golpeado por uno de los huracanes más fuertes de su historia reciente. Melissa, que llegó a categoría 5 en el Caribe y tocó tierra en Santiago de Cuba como categoría 3 el 29 de octubre, dejó unos 2,2 millones de personas severamente afectadas y cerca de 150 000 viviendas dañadas, 95 000 de ellas solo en esa provincia oriental.

Decenas de comunidades siguen aisladas, con puentes destruidos, carreteras cortadas y suelos saturados de agua. En Santiago, alrededor del 60 % de la provincia continúa sin electricidad, más de dos semanas después del impacto, y 53 000 personas siguen evacuadas mientras se acumulan los registros de derrumbes y pérdidas agrícolas: unas 158 000 hectáreas de cultivos dañados, miles de familias sin cosecha y un país con la seguridad alimentaria aún más comprometida.

El huracán llegó sobre un territorio ya castigado por eventos anteriores y sin capacidad de recuperación. Muchas de las familias que hoy lo han perdido todo arrastraban daños sin resolver desde Sandy, Oscar o Rafael. La Cruz Roja y las agencias de la ONU hablan abiertamente de una “emergencia multicrisis”: desastre climático, crisis económica y epidemias simultáneas.

A esa devastación física se suma otra, menos visible pero igual de peligrosa: la sanitaria. Las autoridades cubanas han reconocido que alrededor de un 30 % de la población ha sufrido recientemente algún tipo de arbovirosis —dengue, chikungunya u otras enfermedades transmitidas por mosquitos—, con municipios enteros donde media fuerza laboral está enferma o convaleciente. El director nacional de Epidemiología, Francisco Durán, describió la situación como “aguda”, mientras brigadas de fumigación recorren La Habana intentando contener brotes que se disparan en barrios con basura acumulada, salideros de agua y cortes eléctricos constantes, recoge la agencia Al Jazeera.

Esta ola de enfermedades no se queda dentro de la isla: el Departamento de Salud de Florida reporta 73 casos importados de chikungunya este año, 62 de ellos en viajeros procedentes de Cuba, además de 252 casos de dengue asociados a la isla y un caso de Oropouche, un virus poco común hasta ahora en la región.

Es decir, la crisis sanitaria cubana ya tiene extensión regional. Y mientras tanto se experimenta, casi desesperadamente, con tratamientos como el uso de Jusviza para controlar la inflamación en chikungunya o incluso con ozonoterapia rectal para dolores articulares persistentes, en un sistema de salud que alguna vez fue referencia continental y hoy apenas consigue insecticida y repelente para su propia población.

El telón de fondo de todo esto es un sistema eléctrico colapsado. Entre enero y octubre, las importaciones de crudo y combustibles de Cuba cayeron un 35 % respecto al mismo período de 2024, principalmente porque México redujo en un 73 % sus envíos —de 18 800 a unos 5 000 barriles diarios— y Venezuela recortó cerca de un 15 % los suyos, hasta unos 27 400 barriles diarios, destaca por su parte Reuters.

La isla depende de esos combustibles para generar electricidad en termoeléctricas obsoletas y para mover el transporte básico del país. El resultado: casi 900 megavatios de capacidad de generación —cerca de un tercio de la demanda diaria— fuera de servicio por falta de combustible y lubricantes, apagones de más de nueve horas en La Habana y provincias que reportan apenas dos o cuatro horas de corriente al día.

No es un fenómeno nuevo. Desde 2024 se encadenan apagones masivos, protestas en ciudades como Santiago de Cuba y un calendario de “déficits de generación” que se ha vuelto parte de la rutina. Lo que sí es nuevo es que la crisis energética haya alcanzado con esa intensidad a la capital, el último territorio que el gobierno intentaba proteger para evitar un estallido social mayúsculo.

En paralelo, uno de los pocos sectores capaces de generar divisas frescas también se desmorona.

El turismo internacional a Cuba se desploma: entre enero y septiembre la isla recibió 1,4 millones de visitantes extranjeros, un 20 % menos que en el mismo período de 2024, según datos oficiales citados por Bloomberg. Se trataría del peor desempeño desde la pandemia. Los propios reportes apuntan a tres razones principales: apagones prolongados, desabastecimiento crónico de alimentos y medicinas, y la incapacidad de garantizar servicios básicos incluso en los polos turísticos. Es decir, lo que vive el cubano de a pie terminó por atravesar también la burbuja hotelera.

Todo esto ocurre en un contexto donde Estados Unidos ha mantenido y endurecido durante décadas un embargo que limita el acceso de Cuba a financiamiento, combustible, tecnología y comercio, algo que la propia ONU vuelve a condenar año tras año. Pero el cuadro actual no se explica solo por las sanciones: décadas de mala gestión, de resistirse a reformas económicas profundas, de sostener una economía estatal ineficiente con parches y controles, han dejado al país sin reservas, sin capacidad de inversión y sin colchón frente a choques externos como un huracán de categoría 5 o un corte de suministros de petróleo.

El resultado es una espiral donde cada crisis alimenta a la siguiente. El huracán destruye cultivos, viviendas y redes eléctricas; la falta de recursos hace lenta la recuperación; los apagones potencian los brotes de enfermedades; la epidemia enferma a los trabajadores; la producción cae aún más; el turismo huye; entran menos divisas; se importa menos comida y combustible; los precios vuelan; la gente se empobrece y emigra; y el Estado, atrapado entre su dogma y la realidad, apenas ofrece discursos, campañas de fumigación y llamados a la “resistencia”.

No es casual que análisis como el de The Economist hablen de un gobierno “paralizado por sus propios reflejos ideológicos” mientras el país se aproxima a un punto de ruptura. Sin reformas profundas —que incluyan desmontar monopolios estatales, abrir espacios reales al sector privado, garantizar derechos básicos y atraer inversión sin control absoluto del Partido— lo que viene no es una “actualización” del modelo, sino una larga agonía con estallidos parciales: protestas por apagones, cacerolazos por falta de alimentos, migración masiva de quienes todavía pueden escapar.

Cuba se encamina a un desastre, si es que no está ya instalada en él. Un desastre que no es solo económico, ni solo climático, ni solo sanitario, ni solo político, sino la suma de todos ellos sobre una población agotada, enferma, mal alimentada y sin horizonte claro dentro de su propio país. Lo que está en juego hoy no es la retórica de la “resistencia” ni la épica de las sanciones, sino la posibilidad misma de que esa sociedad siga funcionando sin romperse del todo. Y esa es una decisión que ya no puede seguir posponiéndose en el Palacio de la Revolución mientras el resto de la isla vive —literalmente— a oscuras.

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