Vida y muerte de una “cola”

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3:00 de la mañana. En el portal de la tienda se acurrucan siete personas. Dos han traído unos taburetes pequeños, otro ha cargado con una silla plástica sin color definido, y cosida con alambre en las patas que hace tiempo parecen haberse abierto.

Otros, dos, una pareja al parecer, jóvenes, se sientan sobre una caja de cartón que alguna vez contuvo un refrigerador Daewoo. Está abierta sobre el piso y el muro junto a la tienda. Imita un sofá de dos plazas. Sus ocupantes se tapan con una colcha y unas toallas protegen sus cuellos de la humedad de la madrugada.

Esto recuerda una imagen muy común en las terminales municipales e interprovinciales cubanas. Sobre todo en el área de “lista de espera”, donde las personas pueden pasar días y días sin alcanzar asientos en los ómnibus que parten.

Otras dos personas fuman sentadas sobre la acera. Son mujeres maduras, que conversan animadamente como si fueran las 3:00 de la tarde, sin medir el tono de la voz. Para ellas es de día hace rato, para ellas no hay camas cómodas, sino una larga jornada, casi interminable, a la espera de los turnos que sobre las 6:00 de la mañana vendrá a repartir la delegada de la circunscripción para luego poder comprar el pollo que les dijeron que venía al amanecer.

Una es “mensajera” de dos familias más —una figura reciente, que emula al clásico mensajero de bodega—, y así se asegura cierta prioridad a la hora de comprar. La otra no. Parece ser una “colera”, que reserva el espacio para varias personas más que aparecerán cuando están casi a punto de entregarse los tickets con los turnos.

También hay rumores de que venderán toallitas húmedas y colonia. Pero el pollo es lo más difícil de conseguir. Así se lo explican entre ellas, y para todo el que quiera escuchar de la cuadra. El silencio expande sus voces probablemente hasta la otra manzana.

En las colas cubanas se habla de colas. Es el tema más común, después de las enumeraciones eternas de las escasas opciones que las entidades que aun venden en moneda nacional, ofrecen al pueblo que no puede comprar en las otras tiendas, las que son para quienes disponen de tarjetas en MLC, las que son para un escaso segmento del pueblo. Y para los que no pueden adquirir a sobre precio los productos adquiridos en las tiendas de MLC y luego revendidos.

En estas tiendas ya se raciona como en las bodegas y sus “mandados”, pero sin la seguridad de “alcanzar” los productos, aunque se haga cola desde las 3:00 de la mañana.

Las dos mujeres siguen hablando de colas y de paquetes de pollo. Por momentos su conversación se desvía a sus hijos, que vendrán más tarde a ayudarlas, a acompañarlas, a traerles café para despabilarse.

La madrugada avanza, y comienzan a llegar otras personas, a pedir el último. Varios vecinos salen de sus casas, abrigados y bostezando, con jabas con rueditas, y piden el último. Se saludan, bromean con haber madrugado. Pasan varios autos de policías. Disminuyen velocidad. Los policías echan un vistazo a la cola en formación, imaginando que en unas horas será un molote que les tocará organizar, mediar entre las disputas inevitables. Quizás agradezcan que tengan seguras sus provisiones gracias a su trabajo ventajoso en el MININT. Allí no faltan las cajas de pollo cada fin de mes.

Sobre las 5:30 de la mañana empiezan a aparecer otras personas que no piden el último. Van directo a hablar con las dos mujeres. No parecen ser los familiares de los que hablan. Se miran con cierta discreción, apartan la vista de quienes forman más atrás y saben que estas son “coladas” que comprarán mucho antes por haber contratado los servicios de las madrugadoras.

Las caras se endurecen, los ojos pierden brillo. Las bocas se tuercen levemente hacia abajo en un rictus inconforme. Unos se preparan para discutir. Otros se preparan para resignarse una vez más. Otros aun deciden si pelear o callar. Saben que las dos “coleras” no se “quieren por las boca”, y que defenderán a uñas y dientes a su clientela, reforzándolas con andanadas atemorizantes y desaforadas de pingas y cojones.

Minutos antes de las 6:00 la cola toma cierta forma muy gruesa en el extremo más cercano a la tienda, más fina hacia el final. Muchos tienen el primer lugar para tomar los tickets con los turnos. Muchos tienen solo la esperanza de alcanzar y se prometen despertarse más temprano al día siguiente para que no “les metan el pie” tan duramente.

Pasadas las 6:00 la tensión aumenta. Casi nadie habla. Todos alertas y en posición casi de firme. Ya la delegada con los turnos está atrasada. Incluso llegaron los policías de turno, que consultan sus celulares sin mirar mucho a los lados. Son dos muchachas jóvenes y delgadas vestidas de azul y un hombre mucho mayor vestido de verde olivo. Parece que no calcularon bien que viene pollo y necesitarán más efectivos para controlar el molote y las broncas.

Al fin arriba la delgada a las 6:20 de la mañana. Viene casi corriendo. La cola se convierte en una multitud vociferante que parece hablar otro idioma. Tantas voces hacen incomprensible sus palabras. Quizás rectifiquen sus lugares, echen algunas bravuconadas para imponer respeto. ¡Respeten la cola!, grita alguien por encima de la sopa de voces indefinidas. Las dos mujeres de la madrugada han logrado colocar ante ellas a más de 20 personas que miran hacia el vacío, para tratar de hacerse invisible y desoír los reclamos e insultos cada vez más fuertes que les lanzan los más cercanos.

Los tickets. La delegada reparte. Grita los números. Los policías intentan ordenar el tumulto en una línea coherente. No tienen mucho éxito. El Sol parece salir por la fuerza de los gritos. No se oyen los gallos. Solo los alaridos de la cola. Las ofensas, las risas nerviosas, las pingas y los cojones, los respeta la cola, los conmigo no te hagas el cabrón, lo yo estoy aquí antes que tú, y los no me voy a quedar sin turnos esta vez.

Las manos se lanzan a tomar los esperanzadores papelitos, que parecen finalmente alcanzar para todos. Más de cien se reparten. Los ánimos se calman un poco, pero persisten las bravuconadas, las miradas agresivas, los músculos tensión, las manos que se aferran más fuertes a las asas de las jabas.

Los nasobucos se empiezan a bajar con más frecuencia. Las narices asoman. El riesgo de contagiarse de Covid-19 aumenta, pero a nadie parece importarle. Ya no soportan el trapo. Necesitan hablar, quejarse, hablar de colas anteriores y de colas que vendrán. Necesitan hablar por teléfono con otras personas que quizás estén en otras colas.

Las bocas aparecen. Los nasobucos pasan a ser simples “adornos” de las quijadas y las papadas. O cuelgan de las orejas. Los fumadores son los que más se sienten justificados. Tienen que fumar, que echar humo y eso no se los impedirá ni el coronavirus. A los policías ya no parece importarle el alto riesgo de contagio. Sus miradas parecen focalizarse en otra cosa, en otro paisaje, en otro mundo.

Llega el camión del pollo. Todos se levantan, levantan la vista de los teléfonos, interrumpen las conversaciones. Llegó la esperanza del mundo; que ya no son los niños, sino los paquetes de pollo que alimentarán a los niños y al resto de la familia esa tarde. Todo de disponen a comprar, aunque saben que faltan largas horas y largas broncas. El pollo hay que descargarlo, “darle entrada” al almacén, colocarlos en las neveras. Eso puede tomarse, fácil 3 o 4 horas. Cuando el camión se marcha, la cola entra en otra etapa de calma, que será interrumpida cuando inicie la venta.

Los policías han solicitado refuerzos. Llegaron dos patrullas más con jóvenes oficiales de verde y de azul. Armados. Pistolas, tonfas de goma y madera, gases pimienta. Con ojos más alertas y sin distraerse con los móviles.

Sobre las 10:00 de la mañana inicia la venta del pollo. Como por arte de magia surgen tres desavenencias a la vez. Tres grupos de personas en pugna. Parecen competir entre ellos a ver cuál grita más alto. La policía queda un momento indecisa. Se tienen que dividir para sofocar las grescas lo más rápido posible, para callar las palabras subidas de tono que asaltan el cielo y retumban en todas las paredes circundantes. La mayoría de quienes pelean son mujeres. Muchos miran por las ventanas, otros de la cola se apartan hacia las aceras y miran con cierta expectación y cierto aturdimiento. Las dos mujeres de la madrugada protagonizan una de las “broncas”.

Es difícil entender qué las detonó, quién tiró la primera piedra, quién gritó primero, quién ofendió primero. Mientras, los primeros de la cola compran los preciados paquetes. La mayoría fueron “colados”, y la pareja del “sofá” improvisado con una caja de refrigerador Daewoo. Cuando les toca ir hacia el mostrador, el hombre se aferra a la caja. No la deja. Mañana servirá de nuevo para acomodarse durante la madrugada. Las broncas se van apaciguando, pasando a un período de tregua fecunda, de calma chicha previa a la tormenta. Hasta la próxima aventura.

Y así una y otra vez. Uno y otro día. Colas y colas hasta el infinito.

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