Mientras los partes oficiales contabilizan vuelos humanitarios, barcos solidarios y promesas de reconstrucción, en las calles de Cuba el reclamo suena con una simple pregunta: ¿dónde está la ayuda?
Tras el azote del huracán Melissa por el oriente de Cuba, el país se mueve en dos planos que parecen no tocarse. En uno, la ONU anuncia un plan de 74,2 millones de dólares y aterriza en Santiago de Cuba con 4,375 lonas para hogares sin techo. En otro, madres como Yurisleidis Remedios se graban desde barrios de Santiago para denunciar que “nos estamos muriendo de hambre”, que las morgues “están colapsadas” y que, pese a las donaciones anunciadas, en sus neveras no hay nada y en sus cocinas solo queda leña.
El contraste empezó a hacerse más visible a medida que el apagón se volvió permanente. El Food Monitor Program (FMP) lo definió como una “tragedia silenciosa”: sin electricidad durante días, la comida guardada se echó a perder, multiplicando el riesgo de intoxicaciones y empujando a familias vulnerables a una inseguridad alimentaria aún más dura.
🌪️⚠️La comida echada a perder tras el huracán Melisa: una tragedia silenciosa en Cuba
— Food Monitor Program (@FoodMonitorP) November 11, 2025
El paso del #HuracánMelisa dejó al oriente de Cuba sin electricidad durante días. Más allá de los daños visibles, hay otra pérdida que golpea fuerte: la de los alimentos.
🧵Abrimos hilo👇🏽
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La Unión Eléctrica de Cuba reconoció este martes un déficit nacional superior a 1,460 MW, con una máxima afectación de 1,542 MW la víspera, y con daños adicionales en el oriente por la tormenta. En provincias como Holguín, Guantánamo y Granma el restablecimiento avanza con lentitud; en Santiago de Cuba apenas se había recuperado alrededor del 34% del servicio, lo que en la práctica significa frigoríficos apagados, medicamentos que requieren frío inutilizados y meriendas que no llegan.
Actualización de la recuperación eléctrica en el oriente de #Cuba
— Ministerio de Energía y Minas de Cuba 🇨🇺 (@EnergiaMinasCub) November 11, 2025
✅️Las Tunas 100%
🟢Holguín 81, 66%
🟢Granma 78,24 %
🟢Guantánamo 96.88%
🟢Santiago de Cuba 34,01 % pic.twitter.com/st8tnZagD9
Ahí, en ese paisaje, se instalan los videos ciudadanos que hacen de altavoz. Yurisleidis Remedios, santiaguera de Altamira y madre de trillizos, acusó al gobierno de abandono y al presidente Miguel Díaz-Canel de “sentarse con las manos cruzadas” mientras actores y voluntarios tratan de cubrir huecos con colectas y entregas puntuales.
“Aquí en Santiago de Cuba se está muriendo más gente que cuando la COVID y al presidente no le interesa. Todo es hambre y enfermedad”, afirmó. En su relato, la asistencia oficial se reduce a “una libra de pollo y una de picadillo por persona”, productos que además se dañarían si no se consumen de inmediato. “¿Dónde están las donaciones que se dieron para el oriente del país?”, preguntó, resumiendo un escepticismo que crece junto con las colas.
El drama alimenticio no solo golpea a Santiago. Según recogió el activista y músico Saúl Manuel, «en La Jatía y la Yaya, Jiguaní, Granma, hay cientos de familias muriéndose de hambre literalmente!».
Hay, dijo el activista a partir de los testimonios recibidos, «miles de niños en toda la zona oriental de Cuba sin nada que comer, ni donde dormir, desamparados totalmente!»
El dramatismo no es solo doméstico. El huracán desbordó ríos y arrancó casas de sus bases. En Contramaestre, el río Guayabal alcanzó más de once metros de altura y destruyó al menos veinte viviendas. Vecinos contaron rescates a oscuras, ancianas arrastradas por familiares y colchones embarrados que hoy sirven de indicador de pérdida. La ONU estima que más de 3,5 millones de personas resultaron afectadas por Melissa, con más de 90,000 viviendas dañadas, unas 100,000 hectáreas de cultivos arrasadas y afectaciones en 600 instalaciones médicas y más de 2,000 escuelas. En ese cuadro, las 4,375 lonas llegadas con el PNUD son necesarias, pero insuficientes frente a una demanda que supera cualquier entrega puntual.
4375 lonas para cobertura temporal de las viviendas de personas afectadas llegan al aeropuerto de Santiago de Cuba, con apoyo de @UNCERF y @UNOCHA_Americas.
— PNUD Cuba (@PNUDCuba) November 11, 2025
Las lonas serán distribuidas en las zonas más afectadas, como el municipio Guamá, donde tocó tierra el huracán. pic.twitter.com/RN61nWdXUy
El puente aéreo y logístico internacional no se limita al sistema de Naciones Unidas. El buque venezolano “Manuel Gual” atracó en el puerto Guillermón Moncada con más de 5,000 toneladas de ayuda: medicinas, alimentos secos y materiales para reparar el sistema eléctrico. A ello se suma el envío de 22 técnicos venezolanos para apoyar en energía, transporte y obras públicas, además de otros cargamentos previos.
La lista del apoyo, sin embargo, convive con un murmullo persistente: dudas ciudadanas sobre la trazabilidad. “Que la ayuda llegue al pueblo, no al gobierno”, se lee en redes con frecuencia. Es una desconfianza que no distingue bandera; pregunta por inventarios, rutas de distribución, criterios de priorización, tiempos y responsables.
Desde el lado institucional, la narrativa apela a la magnitud del desastre y a la coordinación con la Defensa Civil. El coordinador residente de la ONU en Cuba ha reiterado que el país “no puede enfrentar solo la magnitud del desastre” y ha pedido apoyo internacional. La operación humanitaria ya moviliza alimentos, medicinas, generadores y kits solares, y promete ampliar coberturas. Pero la experiencia reciente enseña que el éxito de esos envíos se juega en el último kilómetro: el que separa un almacén del portal de una casa sin techo ni luz. Si ese tramo se pierde, la ayuda se vuelve abstracta y el discurso oficial, ruido.
El oriente cubano lleva años formando una cultura de resiliencia forzosa que ahora roza el agotamiento. Melissa no solo arrancó techos y tendidos; dejó al descubierto la fragilidad de un sistema que, sin transparencia y sin electricidad, convierte la ayuda en una palabra que no se mastica.
Frente a ello, la demanda popular es concreta: saber qué llegó, a dónde va, quién lo reparte, en qué orden y con qué controles. La solidaridad internacional puede seguir aterrizando en pistas y muelles, pero la legitimidad se juega entre frases harto conocidas, pues los cubanos son sabedores que, donde quiera que hay algo que sirva para venderse, habrá una mano del clásico «luchador» que se la roba para subsistir en un país que, en cuanto a niveles de pobreza ya superó a Haití.
Y es que en Cuba, la norma burocrática no garantiza orden, sino parálisis. Todo cargamento humanitario —sea de la ONU, de Venezuela o de cualquier país solidario— entra en un laberinto estatal de sellos, informes y autorizaciones: pasa por la Aduana, luego por el Ministerio de Comercio Exterior o el de Comercio Interior, después por los gobiernos provinciales y termina en los Consejos de Defensa locales. En cada eslabón se controla, se fiscaliza y se contabiliza, si hay corriente eléctrica, pero casi nunca se distribuye con agilidad. Lo que en los documentos se presenta como “organización” o “trazabilidad” es, en la práctica, un bucle burocrático que congela la ayuda mientras la urgencia se multiplica en la calle.
Durante esos días o semanas de espera, la cadena se contamina con el viejo vicio de la supervivencia. En un país donde el salario medio no alcanza ni para una semana de alimentos, la corrupción menor se vuelve rutina: el chofer que desvía una caja, el almacenista que “ajusta” los números, el funcionario que cambia el destino de un lote. No se trata solo de avaricia, sino de hambre estructural. El llamado “luchador” —esa figura tan cubana del que “resuelve”— opera en todos los niveles, y la ayuda humanitaria, lejos de escapar de esa lógica, se convierte en su presa más vulnerable. Parte de lo que llega se reparte, otra parte se pierde en el camino, y otra acaba revendida en el mercado informal.
A todo eso se suma un factor que agrava el colapso: la crisis económica y energética. Mover un contenedor desde el puerto de Santiago hasta una comunidad rural requiere combustible que no hay, camiones que no arrancan y choferes que han abandonado sus puestos. Los almacenes donde se guardan los productos dependen de electricidad constante para mantener la refrigeración o registrar inventarios en la computadora, pero los apagones —que duran horas o días— interrumpen todo. Cada hora sin corriente acelera la descomposición de los alimentos y retrasa la entrega. El tiempo, literalmente, pudre la ayuda.
Por eso, cuando madres como Yurisleidis Remedios preguntan “¿dónde están las donaciones?”, la respuesta no es solo política: es logística. La ayuda no desaparece en un acto de corrupción puntual; se hunde en un sistema que, por diseño, convierte cada trámite en obstáculo. El Estado centraliza todo para garantizar transparencia, pero lo único que logra es convertir la emergencia en espera y el auxilio en frustración.
Así, la burocracia termina siendo el peor enemigo del socorro. Los cargamentos que podrían aliviar el hambre de miles se amontonan bajo candados y planillas, y cuando por fin se liberan, ya es tarde: la leche se ha cortado, los colchones están mojados, los medicamentos vencidos. En esa inercia —entre el papeleo y la falta de energía—, el país vuelve a su punto de partida: con ayuda en los puertos y hambre en los hogares.
Hasta entonces, la pregunta seguirá rebotando de un barrio a otro: sigue llegando la ayuda, sí, pero… ¿dónde está?





