Escala crisis sanitaria en Cuba

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La crisis sanitaria que atraviesa Cuba ha dejado de ser un problema epidemiológico para convertirse en un retrato completo del derrumbe de un país. El Gobierno insiste en que la epidemia de dengue y chikungunya ha causado más de 40 muertes —la mayoría de ellas en menores de edad—, pero la cifra, ya de por sí alarmante, representa apenas una fracción de lo que realmente ocurre. Informes independientes hablan hoy de al menos 87 fallecidos entre octubre y noviembre, más del doble de lo que reconoce el MINSAP, en una emergencia donde los mosquitos son solo una pieza del desastre.

El Cuban Observatory of Conflicts (OCC) y la Foundation for Human Rights in Cuba documentaron, con nombres, edades y municipios, decenas de casos que el Gobierno no contabiliza: niños de 1 a 10 años, adolescentes y ancianos de hasta 90. Murieron sin acceso a sueros, sin antibióticos, sin personal médico disponible y, en muchos casos, tras ser devueltos a sus casas pese a llegar graves a los hospitales. En Santiago de Cuba, Holguín y Villa Clara, familiares relatan escenas que desmienten cualquier discurso oficial: salas sin climatización, mosquitos dentro de los hospitales, pacientes en pasillos y doctores exhaustos ante un volumen de enfermos que supera cualquier capacidad.

Caminar por esas provincias es recorrer un mapa donde se intersectan todas las fallas de un país colapsado. El hambre —esa palabra que el Gobierno evita incluso pronunciar— es ya un factor determinante. La mayoría de los fallecidos menores de edad, explica el OCC, sufría anemia, déficit vitamínicos y desnutrición. Llegaban debilitados, sin reservas inmunológicas para resistir una fiebre prolongada. En barrios de Centro Habana, Camagüey o San Miguel del Padrón, madres cuentan que su hijo enfermó después de semanas con una sola comida diaria y dificultades para encontrar leche o proteínas.

A la malnutrición se suma la otra crisis silenciosa: el agua. Zonas enteras pasan 10, 15 o 20 días sin servicio. La gente almacena agua en cualquier recipiente disponible: tanques sin tapa, cubos rotos, botellas cortadas. Son criaderos perfectos para el Aedes aegypti, pero también retratos de un país donde la infraestructura hidráulica está destrozada desde hace décadas. El Gobierno culpa al embargo, pero los acueductos siguen sin mantenimiento, las fugas se multiplican y los camiones cisterna llegan cuando pueden.

Y cuando finalmente llega el agua, muchas veces llega contaminada. En Caibarién, donde murió un bebé de dos meses el 27 de noviembre, los vecinos aseguran que el agua del acueducto sale turbia desde hace años. En Holguín, familias reportan que los pozos comunitarios están mezclados con aguas albañales desde las últimas lluvias fuertes.

Pero la cadena del desastre no termina ahí: la falta de electricidad se ha vuelto un aliado involuntario del mosquito. Los apagones, que ya superan las 12 horas diarias en algunas provincias, obligan a las personas a mantener puertas y ventanas abiertas para ventilarse. En noches sin luz, sin ventiladores y sin repelentes asequibles, la población queda expuesta. Los apagones también afectan la conservación de medicamentos sensibles y el funcionamiento de equipos hospitalarios. Cuando un hospital pierde la electricidad y opera con plantas pequeñas o intermitentes, el diagnóstico y el tratamiento se vuelven una ruleta rusa.

Los apagones, además, han provocado otro fenómeno: la basura. Las ciudades semioscuras han perdido frecuencia de recogida. En La Habana, Matanzas o Pinar del Río, montones de desechos permanecen días o semanas, en plena descomposición, acumulando agua de lluvia y alimentando colonias enteras de mosquitos. La epidemiología no puede controlarse cuando el sistema de servicios urbanos está en ruinas.

El reporte del OCC es contundente: “La mayoría de las muertes ocurrieron por falta de atención médica, medicamentos y condiciones hospitalarias adecuadas”. Y agrega un dato que irrita profundamente a los ciudadanos: mientras decenas morían, el Gobierno movilizaba transporte, combustible y recursos para eventos políticos, como la conmemoración del desembarco del Granma.

Familiares de fallecidos denuncian casos que estremecen. “Mi sobrino murió por falta de suero y por la indolencia del sistema”, escribió una madre de Caibarién. Una joven habanera afirma que su padre pasó cinco horas sin ser atendido en un hospital abarrotado porque los médicos “no daban abasto”. En Holguín, una adolescente murió mientras esperaba un antibiótico que nunca llegó.

La población exige una sola cosa: transparencia. El OCC y la Foundation for Human Rights in Cuba demandan que el MINSAP reconozca las cifras reales y permita una investigación independiente. “Ocultar números no salvará vidas”, advierte el informe.

El Gobierno insiste en que el país enfrenta un brote “complejo pero controlado”. Sin embargo, el país vive una suma de crisis que ningún parte epidemiológico puede maquillar: falta de comida, falta de vitaminas, falta de agua, falta de medicamentos, falta de electricidad, falta de gestión.

Por eso la verdad es simple, dura y urgente: en Cuba no mueren solo por mosquitos. Mueren porque el Estado ya no puede —o no quiere— sostener la vida.

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