En Cuba siempre ha existido una especie de escala popular para medir el sufrimiento físico. El parto “natural”, el dolor de muelas, el oído reventado en plena madrugada o las piedras en la orina suelen disputarse el primer lugar en las conversaciones domésticas. Hay quien asegura que el mayor de todos es el que sufren los enfermos terminales de cáncer.
Sin embargo, por estos días, en medio de la epidemia de arbovirosis que atraviesa el país, una enfermedad ha irrumpido con tanta fuerza que está obligando a mucha gente a reordenar esa lista: el chikungunya.
“Son los dolores más intensos que he experimentado. Ni siquiera los dolores del parto se comparan”, escribió una cubana en un mensaje enviado al periodista José Luis Tan Estrada, que decidió compartir su testimonio en Facebook.
La mujer cuenta que el virus no solo la mantiene inmóvil y agotada, sino que también le ha desbaratado el ánimo: llanto sin motivo, sensación de derrota, incapacidad para valerse por sí misma. En los comentarios, otras personas describen el mismo escenario: semanas enteras con inflamaciones en manos y pies, noches en vela por el dolor, casi dos meses después de la fiebre inicial y la vida todavía sin volver a la normalidad.
En honor a la verdad hay que reconocer que la ciencia respalda, pero SOLO en parte, lo que esa mujer intenta explicar con palabras sencillas. La Organización Mundial de la Salud describe el chikungunya como una enfermedad viral que provoca fiebre y un dolor articular severo, a menudo incapacitante, que puede prolongarse durante meses o incluso años. Estudios recientes estiman que entre un 30% y un 60% de las personas infectadas desarrollan una forma crónica de la enfermedad, con artritis, fatiga y trastornos del sueño o del estado de ánimo que pueden alargarse hasta tres o cuatro años después del contagio. No es solo el golpe agudo de la fiebre: es la resaca larga de un virus que se instala en las articulaciones y no siempre se va. Pero en el caso de Cuba, no lo es todo.
En Cuba, ese dolor individual se está viviendo en clave colectiva y con matices. Varios. Complicados.
El dolor del parto
En ese contexto, la frase “ni siquiera los dolores del parto se comparan” tiene un eco particular. En la memoria popular, el parto ha sido durante décadas la vara de medir: el dolor que legitima a todos los otros dolores. Es intenso, sostenido, con contracciones que suben como olas y llegan a anular cualquier otra sensación. Pero es un dolor con horizonte: se sabe que tendrá un desenlace, que está asociado a un nacimiento, que hay una recompensa que resignifica lo vivido. La propia biología ayuda con un cóctel de hormonas que, en muchos casos, amortiguan el recuerdo, y la felicidad hace pasajero el dolor.
Con el chikungunya es distinto. No hay recompensa ni fecha clara de salida. La fiebre puede durar apenas unos días, pero la OMS y la OPS llevan años advirtiendo que la inflamación articular y la sensación de agotamiento pueden prolongarse durante meses e incluso años, al punto de provocar cuadros de artritis crónica y deterioro serio de la calidad de vida. El dolor irrumpe en las coyunturas, obliga a arrastrar los pies, a necesitar ayuda para acciones tan básicas como cerrar una mano o cargar un cubo de agua, justo en un país donde casi todo depende de la fuerza física de las personas. A veces hay que caminar más de lo necesario porque NO HAY AGUA. A veces, ahora, tienes que hacerlo tú, porque no tienes nadie que te auxilie, todos están contagiados. El 60 por ciento del barrio se largó del país.
Al lado de esa experiencia, la “vieja” escala cubana del dolor parece pedir una revisión. El dolor de muela, por ejemplo, es uno de los más temidos porque no deja pensar ni dormir; pero, con un dentista y un analgésico a mano, suele tener solución relativamente rápida. Lo mismo ocurre con el dolor de oído, ese punzazo interno que convierte en tortura cada sonido: brutal, sí, pero generalmente tratable si hay acceso a antibióticos o a una simple consulta.
Otro tanto sucede con las piedras en la orina. La literatura médica describe el cólico nefrítico —el dolor que aparece cuando un cálculo obstruye el uréter— como una de las experiencias más intensas que se pueden sufrir, con un dolor súbito y desgarrador que nace en la espalda y corre hacia la ingle, y que muchos pacientes comparan, sin dudar, con un parto o incluso algo peor. Es un dolor que obliga a doblarse, a sudar, a vomitar, pero que también suele ser episódico: llega en oleadas, se controla con medicación o termina cuando la piedra pasa o se extrae. En la escala del dolor agudo, pocos le discuten el primer lugar.
Está también el dolor del cáncer, distinto a todos los anteriores. No se trata solo de intensidad, sino de permanencia y de miedo. El dolor oncológico puede atravesar huesos, nervios y órganos, y se mide tanto en escalas clínicas como en noches en vela, en cambios de carácter, en dependencia de morfina o de cuidados paliativos. Es un dolor que casi nunca está solo: llega acompañado de la conciencia del deterioro y, con frecuencia, de la anticipación de la muerte. Si se habla de la “madre de todos los dolores”, muchas personas que han pasado por un cáncer, o han acompañado a alguien, no dudarían en colocar ese sufrimiento en la cima, precisamente porque no tiene promesa de alivio rápido.
Lo que hace el chikungunya, y los testimonios cubanos lo muestran con crudeza, es situarse en un punto intermedio perturbador: no es, en principio, una enfermedad catalogada como mortal en la mayoría de los casos, pero sí una que puede instalarse en el cuerpo durante meses, con dolores tan incapacitantes que obligan a dejar de trabajar, a depender de otros para las tareas más básicas, a vivir con la sensación de que el propio cuerpo se ha vuelto un territorio enemigo. En un país donde conseguir un antiinflamatorio puede convertirse en una odisea, esa combinación se vuelve explosiva.
Por eso, cuando una mujer cubana dice que coloca al chikungunya por encima de sus partos, no está haciendo un ranking frívolo y «único» de un «único dolor». Está poniendo palabras a algo que la medicina viene documentando desde hace años: que este virus, más allá de las cifras de mortalidad, deja un rastro de sufrimiento prolongado que no se ve en las estadísticas. Y, en el contexto cubano, ese dolor físico viene entrelazado con otros dolores menos visibles: el de llegar al hospital y no encontrar suero, el de mirar a un niño con fiebre sin saber si ese día habrá médico; el de saber que tienes que levantarte y salir a buscar qué darle de comer a tus hijos y, luego, en el caso de que no toque apagón, escuchar, no sin dolor, en la televisión nacional que “todo está bajo control” mientras en casa nadie puede dormir por las punzadas en las articulaciones.
Los dolores asociados que inciden en que el chikungunya te haga sentir como una mierda
Parte de lo que están narrando los cubanos enfermos de chikungunya no es solo un virus agresivo, sino el contexto en el que ese virus cae. Sobre el cuerpo inflamado no pesa únicamente la fiebre ni la artritis: se acumulan otros dolores que no salen en las radiografías, pero que terminan de hundir a cualquiera.
Está, primero, la inflación descontrolada. Vivir con un salario que se deshace en la mano convierte cualquier enfermedad en un lujo imposible. Si cada tableta de dipirona o ibuprofeno hay que pagarla en el mercado informal a precios absurdos, si un suero o una vitamina cuestan el equivalente a varios días de trabajo, el dolor físico se mezcla con la angustia de la cuenta: cuánto más se puede enfermar alguien sin arrastrar a toda la familia al fondo.
A eso se suman los apagones. El chikungunya trae fiebre, sudor frío, insomnio. Ahora imagine todo eso en un cuarto sin ventilador, en una madrugada de 30 grados, con mosquitos revoloteando porque tampoco hay combustible para fumigar ni estabilidad en el servicio eléctrico para que las bombas de agua funcionen. No dormir por el dolor ya es duro; no dormir por el dolor y por el calor constante es otra cosa. El virus corta el cuerpo; el apagón remata la mente.
El suministro irregular de agua aparece como otro dolor paralelo. Personas que describen no poder cerrar la mano por la inflamación tienen que cargar cubos porque no entra agua por la tubería, o dependen de terceros para hacerlo. Enfermarse en un país donde bañarse, lavar, limpiar o simplemente tirar de la cadena depende de una suerte diaria convierte cada síntoma en un problema de logística. La enfermedad no es solo el virus: son las escaleras, los cubos, las colas, los tanques.
La falta de alimentos y la mala calidad de la dieta también pesan sobre ese cuerpo enfermo. Sin proteínas suficientes, sin frutas, sin verduras, sin vitaminas, el organismo llega debilitado a la infección y más tarde a la recuperación. Una persona que ya estaba exhausta por el simple acto de sobrevivir, cuando se enfrenta a un virus que exige reposo, hidratación y buena alimentación, lo hace con la nevera vacía o a medio llenar, dependiendo de remesas o de inventos.
Luego está la otra escasez, la que más se menciona entre líneas: la de medicamentos e insumos médicos. No es lo mismo tener chikungunya en un sistema donde al menos hay acceso fluido a antiinflamatorios, analgésicos, sueros, exámenes y personal sanitario, que padecerlo en un lugar donde los hospitales están desbordados, faltan antibióticos, faltan reactivos, faltan camas, faltan médicos. Cuando la enfermera te pide que lleves desde la casa la sábana, el suero y hasta la jeringuilla, el dolor de las articulaciones se mezcla con una pregunta silenciosa: qué pasa si mañana no hay nada de eso.
La depreciación del peso cubano atraviesa todo. Cobra forma en el precio de una pastilla que ayer costaba una cosa y hoy cuesta el doble en MLC o en el mercado informal. También aparece en las decisiones imposibles: comprar comida o comprar medicamentos, pagar el transporte hasta el hospital o pagar el huevo para el niño. La enfermedad no llega a un vacío: aterriza en una economía que ya venía exprimiendo a la gente hasta el límite.
A eso se añade la falta de vitaminas y suplementos básicos, que en otros países se compran en cualquier farmacia y en Cuba terminan siendo un privilegio de quienes tienen acceso a remesas o a “mulas”. Y, superpuesto a todo, otra carencia menos visible pero igual de corrosiva: la falta de información clara y creíble. Muchos enfermos no saben si lo que tienen es dengue, chikungunya, influenza o “una virosis”, porque los diagnósticos se dan tarde, a medias o se maquillan. La desconfianza hacia las cifras oficiales y las declaraciones triunfalistas deja a la gente sola frente a su propio cuerpo.
Sobre ese terreno crecen la desesperanza y el estrés crónico. No es solo el virus el que deprime: es la sensación de que no hay salida, de que enfermarse en Cuba es caer en un hueco del que nadie sabe cuándo ni cómo va a salir. De que es preferible morirse. Esa estadística no se lleva, pero habría que preguntarse si, algunos de los que han muerto, no se han abandonado a morir, o no lo han pensado. Sé que sucede. Dejar de luchar, le llaman.
Los testimonios de quienes pasan semanas llorando sin saber por qué no son un capricho emocional: son la expresión de un cuadro donde el dolor físico, la ansiedad económica, el miedo al futuro y la precariedad del sistema de salud se encadenan uno detrás de otro.
En ese contexto, el chikungunya no actúa solo como una enfermedad viral; funciona casi como un revelador. Saca a la superficie todos los otros dolores que ya estaban ahí: el de la nevera vacía, el del salario que no alcanza, el del apagón que no termina, el de la cola eterna, el del peso que vale menos cada día, el de la certeza de que, si algo se complica, el sistema difícilmente responderá. Y así, el ranking del sufrimiento se reescribe: ya no se trata únicamente de comparar una contracción de parto con un cólico nefrítico, o una muela infectada con un oído en llamas. Se trata de medir qué pasa cuando un virus fuerte cae sobre un país agotado.
Por eso, cuando una mujer dice que reordena su escala personal de dolores y coloca al chikungunya por encima de sus partos, no está haciendo un ejercicio frívolo. Está diciendo, con otras palabras, que en la Cuba actual el dolor ya no es solo un asunto de nervios y articulaciones: es un síntoma más de un país que duele entero.
La vieja frase de las abuelas —“cada cual sabe dónde le duele”— cobra aquí una dimensión literal y política. Porque la “madre de todos los dolores” no es solo una categoría clínica: es la suma de un virus que inflama las coyunturas, de un sistema sanitario colapsado, de una economía que impide descansar y sanar. Y en esa suma, en la Cuba de hoy, muchísimas personas están descubriendo que su escala de sufrimientos se ha movido, y que en el primer lugar, por desgracia, ya no está el parto, ni la muela, ni el oído: está el chikungunya.





