Canel y compañía: los que llegan tarde a todo, lo explican mal todo y no son culpables de nada

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Hay un rasgo que define al poder cubano desde hace décadas, un patrón que se ha mantenido inalterable a pesar de los nombres, los cargos, las coyunturas o los discursos. Es algo que ya forma parte de la cultura política del país: los dirigentes cubanos siempre llegan tarde. Tarde para advertir, tarde para actuar, tarde para reconocer, tarde para responsabilizarse. Y cuando finalmente aparecen, lo hacen con explicaciones pobres, con un triunfalismo ajeno a la realidad o con ese tono defensivo que pretende convertir su negligencia en un acto de resistencia heroica. Como lo es, por ejemplo, la presencia en Oriente de un rebozante, bien alimentado y recién llegado del extranjero Primer Ministro, a decirle a la gente que «hay que trabajar».

Y llegan tarde a todo porque no quieren escuchar o simplemente porque no están preparados para hacerlo. O porque están demasiado atrincherados en una idea de la que no quieren salir, o no poseen herramientas para entender que hay otra idea, otras lecturas – ajenas a aquella orientada desde el PCC y las altas esferas – de un mismo fenómeno.

La epidemia de Síndromes Febriles Inespecíficos que hoy sacude al país —una combinación de dengue, chikungunya, Oropouche y otras infecciones transmitidas por mosquitos— es solo el ejemplo más reciente. Durante meses, barrios enteros reportaron fiebre alta, vómitos, dolores musculares, niños ingresados, basureros desbordados y fumigaciones inexistentes. Mientras tanto, los medios oficiales guardaron silencio. Era como si el país estuviera bajo dos realidades paralelas: en una, millones de personas enfermaban y no había basura que recoger; en la otra, el Estado no encontraba nada relevante que informar.

Hasta ahora.

Solo ahora, cuando el mapa completo de Cuba está marcado por la enfermedad, Miguel Díaz-Canel aparece en televisión diciendo que “vamos a trabajar esta epidemia como mismo se trabajó la COVID-19”. Una frase que, lejos de tranquilizar, recuerda cómo se manejó la pandemia en la isla: improvisación, colapso, falta de recursos, escasez de oxígeno, hospitales desbordados, médicos trabajando sin mascarillas, sin guantes, sin NADA y la absurda idea de que el país tendría made in home la primera vacuna del mundo mientras los contagios avanzaban.

La COVID: el ejemplo más claro de la mentalidad oficial

Cuando la COVID-19 comenzó en China y se extendió por Europa, la reacción del oficialismo cubano no fue de alerta ni preparación, sino de propaganda. Ideólogos, periodistas y cuadros dirigentes inundaron las redes sociales y las reuniones con celebraciones sobre la “Potencia Médica”; sobre como la epidemia que venía de China se estrellaría contra el sistema de salud cubano y sus médicos. Se decía, sin rubor, que Cuba estaba preparada, que ningún sistema de salud era tan sólido, que nuestros galenos habían enfrentado y vencido al Ébola en África, que la isla desarrollaría una vacuna rápidamente, incluso antes que potencias con presupuestos millonarios. Algunos aseguraron entre junio y julio del 2020 que ya existían “avances” y establecían una competencia inexistente e innecesaria contra los estudios que realizaba la Pfizzer y Moderna.

A medida que avanzaba la pandemia en el mundo y las primeras vacunas empezaron a aprobarse —la rusa Sputnik V en agosto de 2020, Pfizer y Moderna en diciembre de ese mismo año—, ocurrió en Cuba algo muy revelador: la cúpula del poder comenzó a inmunizarse en silencio, mucho antes de que el país anunciara cualquier estrategia pública de vacunación.

A principios de 2021 circuló, entre personal médico y diplomático, la historia del pequeño cargamento ruso que llegó en un vuelo discreto por el aeropuerto Abel Santamaría de Villa Clara, y fue trasladado directamente en carro al CIMEQ, en La Habana. No apareció en notas de prensa, no se mencionó en reuniones del MINSAP, y mucho menos se comunicó al país. Sin grandes movimientos visibles, varios altos funcionarios y figuras del entorno militar habrían recibido dosis de Sputnik V mientras la televisión seguía hablando de “ensayos clínicos” y de que Cuba sería una de las primeras naciones del mundo en tener su propia vacuna.

Semanas después, otra vía silenciosa se activó, esta vez con vacunas chinas, recibidas por canales diplomáticos y distribuidas de manera selectiva entre familias de dirigentes y cuadros privilegiados. O gente que podía pagarla o que tenía «un socio» o «un padrino».

Según testimonios de personal de salud, esas inmunizaciones no tuvieron nada que ver con los estudios clínicos que el gobierno decía estar realizando. Eran vacunaciones preventivas, rápidas, sin cámaras y sin discursos, dirigidas exclusivamente a quienes ocupan puestos sensibles dentro del Estado. La población seguía escuchando en el NTV que todo lo necesario estaba “en fase de evaluación científica”. Arriba, ya estaban vacunados; abajo, la gente seguía esperando una fecha, un anuncio, un cronograma.

Fíjese que ningún peje gordo se enfermó de COVID nu murió.

En ese contexto llegó el momento del paripé nacional: la imagen televisiva de Díaz-Canel y otros dirigentes recibiendo la dosis de Abdala, con un encuadre tan cerrado que no se veía el vial, ni la etiqueta, ni el lote, ni nada. Para muchos cubanos, aquello no tuvo credibilidad alguna. No era un secreto que las fases clínicas de Abdala y Soberana aún no contaban con aval independiente, y ya circulaban reportes de que ninguna figura del poder había sido vacunada con ellas. No faltaron médicos que, en voz baja, repetían lo que luego se convirtió en un consenso popular: que la élite nunca confió en las vacunas cubanas. Que el ritual televisivo era exactamente eso: un ritual.

El contraste era brutal. Mientras el gobierno exaltaba la “soberanía tecnológica” y vendía la imagen de una biotecnología infalible, los dirigentes habían optado por inmunizarse con vacunas certificadas internacionalmente, ya fuera Sputnik, Sinopharm o incluso —según múltiples fuentes del cuerpo diplomático— dosis de Pfizer o Moderna enviadas de forma informal o facilitadas por embajadas amigas.

A este patrón de privilegio sanitario hay que sumarle un detalle que hoy vuelve a hacerse evidente y que casi nadie en Cuba conoce: existe una vacuna contra el chikungunya. No es ciencia ficción ni un anuncio futuro. Está aprobada, disponible y autorizada por la FDA desde noviembre de 2023. Se llama Ixchiq, desarrollada por la farmacéutica Valneva, y es la primera vacuna contra el chikungunya del mundo, de una sola dosis y destinada a adultos en riesgo.

Fíjese que ningún peje gordo se ha enfermado de Chikungunya. O tal vez sí, porque hace rato no vemos ni a Machado Ventura, ni a Ramiro Valdés y mucho menos a Guilllermo García Frías.

Es imposible no preguntarse si la cúpula cubana —la que vive en barrios sin basura, sin charcos y sin fosas desbordadas— ya estará discretamente vacunada. Total, ellos nunca están expuestos a las mismas plagas que castigan a la población.

Incluso si no lo estuvieran, sobra imaginar que salen a la calle bañados en repelente importado. En Cuba, conseguir un frasco al 10% de DEET es casi ciencia ficción; en las farmacias no existe y en el mercado informal alcanza precios prohibitivos. Pero en el mundo sí circulan repelentes de altísima concentración, desde el 50% al 80% de DEET, e incluso formulaciones militares que rozan el 95%. No están diseñados para uso cotidiano —pueden irritar la piel o dañar telas— pero protegen durante muchas horas, justo lo que necesitan en medio de una epidemia transmitida por mosquitos.

Resulta imposible no sospechar que la élite cubana tiene acceso a ese tipo de productos, importados discretamente y fuera del alcance del ciudadano común, mientras la gente de a pie sigue espantando mosquitos con humo de cáscara de naranja o alcohol con clavos de olor. Esa asimetría también es parte de la historia: unos viven blindados, otros sobreviven inventando. Porque en la Cuba oficial, la salud siempre fue un privilegio para arriba y una estadística para abajo. Y si algo distingue a los jerarcas es que comen bien, duermen mejor y muestran —barriga mediante— un sistema inmunológico que ningún cubano de a pie podría tener bajo las actuales condiciones de vida.

Desafortunadamente para ellos, tanto como para todos, es que no existe aún una vacuna aprobada contra el Zika. Tampoco contra el Oropouche. Ambas siguen en fase de investigación, sin uso público autorizado en ningún país. Pero si algo podemos imaginar con facilidad es que, una vez salgan las primeras aprobaciones internacionales, los primeros en recibirlas serán ellos: los que nunca hacen cola, nunca pisan policlínicos colapsados y nunca conviven – como ya dijimos – con fosas vertiendo aguas negras al patio.

En el terreno, sin embargo, la realidad era otra.

Pero volvamos a la COVID-19. Cuando llegó el peor momento de la pandemia, la única fábrica de oxígeno del país se rompió. Un fallo previsible, evitable, producto de años de desinversión. Tuvieron todo el tiempo del mundo.

La respuesta oficial fue culpar al embargo porque “Estados Unidos no quiso vender piezas”. No se asumió responsabilidad. No se habló de falta de planificación. No se mencionó que el país tuvo décadas para evitar depender de una sola planta. O meses para producir y acumular oxígeno. Montar otra planta, incluso ya llegada la pandemia.

Lo mismo pasó con las mascarillas, los guantes, los sueros, las batas desechables. La famosa potencia médica se desnudó como un sistema agotado, sobrecargado y sostenido a base de heroicidad, no de recursos. Los hospitales se quedaron sin camas, las familias debían buscar partes de oxígeno por su cuenta y los médicos trabajaban expuestos, sin instrumentos básicos.

La dirección del país, mientras tanto, hablaba de “disciplina social” y de “errores externos”. Nunca de su propia irresponsabilidad.

El ciclo se repite: tres meses de epidemia, cero minutos de reconocimiento

Con la actual epidemia de arbovirosis ocurre exactamente lo mismo. Matanzas fue el primer territorio donde empezaron a reportarse brotes masivos, pero bueno «eso es algo raro que está pasando solo en Perico», se le escuchó decir en una reunión al Primer Secretario del PCC en la provincia, Mario Felipe Sabines Lorenzo, el sucesor de Susely Morfa González, la psicóloga millonaria. «Por sus frutos los conocereís,» reza una vieja frase, proviene de la Biblia (específicamente del Evangelio de Mateo 7:16 para los curiosos)

Luego le siguieron Camagüey, Cienfuegos, La Habana, Santiago, Villa Clara. La información circulaba por redes sociales, por mensajes privados, por videos de familias mostrando a sus enfermos en salas colapsadas. Los barrios hablaban entre sí. Los médicos advertían en voz baja. «La cosa» ya no estaba solo en Perico, aunque desde semanas antes ya azotaba a Colón y a Cárdenas.

El oficialismo, los medios que controla el régimen, en cambio, no decían absolutamente nada.

Y cuando finalmente hablaron —después de tres meses de silencio— lo hicieron como si se acabaran de enterar. De pronto, reportajes, uno detrás del otro, en el NTV, entrevistas a epidemiólogos, gráficos, cifras cuidadosamente dosificadas. Gente descubriendo el agua tibia. De pronto, sí existía la epidemia. Y de pronto, el país se volvía a movilizar “como ante la COVID”.

De pronto, en lugares como policlínicos, hay de todo. Los cubanos saben de sobra que en los hospitales no hay absolutamente nada, o hay poco, pero en la TV Nacional sale la bella y joven doctora Ada Iris Martínez, Directora del Policlínico «Julio Antonio Mella» en Guanabacoa para decir que esa institución de salud cuenta con todo, ABSOLUTAMENTE TODO, para enfrentar «la nueva pandemia».

Los ciudadanos, enfermos desde hace semanas, los miramos ahora con escepticismo: ¿ahora? ¿Ahora que los policlínicos están desbordados? ¿Ahora que se acumulan los mosquitos en alcantarillas sin limpiar? ¿Ahora que no hay insecticida, ni personal para fumigar, ni reactivos para diagnosticar? ¿Ahora que los barrios llevan meses resolviendo solos lo que el Estado ignoró? ¿Ahora que están muriendo en masa?

Lo explican mal: mucho discurso, poca verdad

Es impresionante la distancia entre la realidad que viven los cubanos y el discurso técnico de los funcionarios. Se habla de “descenso de casos”, de “vigilancia reforzada”, de “estructuras activas”. Pero cualquiera que viva en Cuba sabe que ni la vigilancia existe, ni la fumigación es sistemática, ni los policlínicos tienen los recursos que dicen tener.

Numerosas madres han reportado que han llegado con sus hijos a los hospitales – que cuentan con pocas camas y algunas hasta se venden, lo sabemos – y ante la ausencia de reactivos para hacer las pruebas, las han mandado de vuelta para sus casas; pero ahora sale una Dra., no identificada en el video acá debajo, en el que expresa sin temores que todos los niños, independientemente de las señales que existan de alarma, que tienen fiebre, deben ser hospitalizados. Incluso dice más, dice que «se cuenta» con un equipo «AHORA» para trabajar en «la atención primaria». ¿Dónde están? Solo ella lo sabe.

En todo caso hay que agradecerle la sinceridad para asumir que, como bien ella dice, AHORA, se podrá trabajar en la rehabilitación de los pacientes que YA HAYAN PADECIDO el Chikungunya. Repetimos: AHORA.

En otro de los materiales divulgados, una funcionaria del MINSAP admite en televisión que en algunos municipios no se está fumigando porque “no hay personal” para operar los equipos, y que, de todas formas, la fumigación no puede ser masiva aunque haya miles de casos de chikungunya, dengue y otros virus. Y entonces la pregunta cae por su propio peso: ¿para qué están las FAR y su andamiaje multimillonario?

Hablamos de unas 70 u 80 mil personas entre oficiales y soldados regulares, más reservas y milicias, de un país que gasta alrededor del 4 % de su PIB en estructuras militares y cuyos uniformados controlan cadenas hoteleras, empresas de turismo y conglomerados económicos gigantescos. Pero a la hora de fumigar un barrio, dicen que no hay “personal”. Para obligar a los muchachos al Servicio Militar sí hay fuerza de sobra; para ponerlos a combatir mosquitos en medio de una epidemia, de pronto ya no aparece nadie.

Las comunidades enteras están infestadas de mosquitos porque no hay combustible para los camiones, porque no hay personal, porque no hay maquinaria, porque no hay insecticidas, porque la gestión estatal se desmoronó hace años.

El discurso científico oficial funciona como maquillaje: oculta, ordena, pule. Pero no soluciona. El aparato ideológico habla cuando lo autorizan

Lo más llamativo de los reportajes divulgados encima, lo que revela la médula del problema, no es la crisis sanitaria, sino la manera en que los medios oficiales la “descubren” de repente. Porque en Cuba, los periodistas estatales no informan cuando una realidad aparece, sino cuando se les permite hablar de ella. Hasta el día en que llegaron las orientaciones, las arbovirosis no existían. A partir de hoy, existen.

La enfermedad no cambió. Lo que cambió fue la autorización política. Y cuando un sistema opera bajo ese principio, todo lo que depende de él —salud, economía, transporte, vivienda, epidemias— queda condenado al atraso permanente. Las crisis no se previenen: se administran tarde. Y cuando todo explota, se simula control.

En realidad, lo que estamos viendo no es improvisación producto de una emergencia inesperada, sino improvisación producto de la negligencia crónica. Improvisan porque nunca hacen nada cuando deben, no porque los sorprenda lo que ocurre.

En Cuba no hay prevención, hay remiendos; no hay planificación, hay parches; no hay gestión, hay carreras contrarreloj. Y lo peor es que esto no es un accidente, es el estilo de gobierno: callan mientras pueden, miran hacia otro lado hasta que la evidencia es tan grande que ya no se puede ocultar, y solo entonces aparecen los “lineamientos” y las “orientaciones” de último minuto, como si estuvieran enfrentando algo recién descubierto.

Pero este no es el caso: llevaban meses recibiendo denuncias, reportes clínicos, videos, barrios enteros ahogados entre basura y mosquitos, policlínicos colapsados. Tuvieron toda la información necesaria y toda la responsabilidad institucional para actuar a tiempo y no lo hicieron. Siempre llegan tarde, lo explican tarde, responden tarde. Y cuando por fin reaccionan, lo hacen con la arrogancia de quien pretende vender como estrategia lo que no es más que incapacidad.

Sin embargo, si les preguntas, si los entrevistas, ellos no son culpables de nada: esa es la doctrina sagrada del poder cubano

Después de llegar tarde y explicar mal, llega el tercer acto: la absolución automática. Si falta oxígeno, es culpa del bloqueo. Si no hay fumigación, es culpa de la lluvia. Si no hay médicos, es culpa de las misiones «altruistas» internacionalistas, porque «estamos ayudando a países que están peores que nosotros». Si hay basura acumulada, es culpa de la indisciplina social, sí de la gente insensible que arroja la basura en la calle (que los hay, teniendo un cesto vacío cerca). Si hay epidemias, es culpa de la naturaleza, del mosquito, del sol, del calor. ¡Del cambio climático! Del Niño y de La Niña.

Nunca —jamás— es culpa del Estado. Esa doctrina es la que mantiene intacto el edificio de la irresponsabilidad: una clase dirigente que no reconoce errores porque sabe que no necesita hacerlo.

Una pirámide entera de incompetencia

Cada nivel de dirección en Cuba es una réplica en miniatura del nivel superior. Un dirigente de base incapaz, ignorante, autoritario, improvisado y temeroso no es una anomalía: es un engranaje perfectamente funcional dentro del sistema. Si diez incompetentes se juntan en una empresa, habrá veinte más en otra, y cincuenta más en un ministerio. Y encima de ellos, la cúspide: un gobierno entero formado por esa misma cultura administrativa.

Un sistema construido así no puede prosperar. No puede prevenir. No puede anticipar. Solo puede reaccionar, justificarse, improvisar y culpar a otros. Y por eso Cuba está donde está. Porque no importa si la crisis es sanitaria, económica, eléctrica, alimentaria o institucional: el guion es el mismo.

Primero el silencio. Después la improvisación. Luego la explicación justificatoria. Y finalmente, la absolución del poder.

Por eso hoy millones de cubanos ven con incredulidad que, después de meses de epidemias, basura acumulada y una crisis sanitaria sostenida, sea ahora cuando el gobierno decide actuar. Por eso el país se siente siempre fuera de tiempo, fuera de ritmo, fuera de lógica. Y por eso tantos cubanos decidieron marcharse al ver que estaban rodeados de un sistema condenado a repetir sus errores sin aprender jamás.

En Cuba, las crisis no sorprenden. Lo único que sorprende es que sus dirigentes sigan convencidos de que tienen derecho a administrarlas después de haberlas ignorado durante meses.

Y peor aún: que pueden hacerlo bien.

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