En la Cuba de hoy, las historias de estafas se han vuelto tan cotidianas como los apagones.
En un país donde la economía lleva años en recesión, con un ingreso nacional que, según estimaciones oficiales y de académicos, sigue más de un 10 % por debajo de los niveles prepandemia y cayó de nuevo en 2024, el rebusque se ha convertido en modo de vida y, para muchos, en coartada. La inflación acumulada desde 2021, que ronda decenas de puntos porcentuales anuales, ha pulverizado salarios y pensiones, empujando a una parte de la población a la frontera difusa entre la supervivencia y el delito.
Las redes sociales son el muro de las lamentaciones y, a la vez, el tablón de anuncios.
En un grupo de ventas en Facebook dedicado a “La Cuevita” (de San Miguel, la más famosa de todas las «candongas» cubanas), uno de esos mercados informales que funcionan como termómetro de la escasez, una usuaria relata que compró cuatro pomos de aceite a 3 500 pesos el galón. Llegó a casa, abrió uno y descubrió que no era aceite, sino agua con colorante, perfectamente sellada, con pegamento en la rosca para simular el envasado original. Otros miembros del grupo comentan que llevan semanas alertando sobre los “pomos de aceite de La Cuevita” y que aún así “las personas siguen cayendo”.

Los comentarios dibujan un estado de ánimo: “En Cuba se han perdido los valores humanos, ya nadie considera a nadie, sabiendo que todos están en las mismas condiciones”, lamenta una usuaria. Otra remata con una frase que se repite una y otra vez en la diáspora: “De estafadores estamos llenos en este país”. En medio de la explosión de pobreza, la antigua solidaridad de barrio se resquebraja. Esa escena del aceite adulterado resume una sensación dolorosa: Paisano mató a paisano.
El contexto no ayuda. A los salarios devaluados y a los precios en alza se suman apagones de hasta 18 horas en algunas zonas, fruto de un sistema eléctrico colapsado y de la falta de combustible, con protestas esporádicas reprimidas con severidad. El turismo, antaño tabla de salvación, se ha desplomado cerca de un 30 % en 2025 respecto al año anterior, según datos oficiales, dejando menos divisas y más hoteles vacíos.El gobierno culpa al embargo estadounidense, que sigue endurecido y condenado año tras año en Naciones Unidas, pero dentro de la isla crece la percepción de que las causas van mucho más allá de las sanciones.
Otra postal llega desde fuera, pero involucra a un joven de origen cubano.
En un grupo de clasificados para cubanos en Estados Unidos, una mujer publica un largo texto sobre un compatriota al que ayudó a establecerse: lo recibió en su casa, lo acompañó al hospital cuando enfermó, su madre –ya mayor– le prestó dinero para completar la compra de un carro con el que él prometía mejorar en el trabajo y devolver la deuda “rápido”. Apenas reunió lo suficiente para mudarse de estado, los bloqueó a todos. Ella advierte ahora: “Parece una persona decente, habla bajo, pausado, respetuoso, pero solo es un disfraz. Lo hago saber para que no se repita”.

Esa denuncia, que podría haber sido un chisme de familia, se convierte en servicio público en un ecosistema donde la confianza es un lujo. La crisis no se quedó en la isla: viaja con los migrantes, se refleja en los favores no pagados, en las manos que se tienden y luego son mordidas.
Mientras el país lidia con apagones, inflación, colas y hasta el impacto reciente de huracanes que destruyen lo poco que queda, las redes se llenan de pequeñas crónicas de abuso.
No son casos aislados, sino escenas de una misma película: una sociedad agotada, donde sobrevivir se ha vuelto deporte de alto riesgo y donde, demasiadas veces, el enemigo no está solo en el poder ni en las medidas externas, sino también en el vecino que vende agua por aceite o en el primo que se esfuma con el dinero prestado.





