Todos a la universidad… hasta los suspensos

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La reciente noticia difundida por autoridades institucionales de la educación cubana de que este año, de manera “excepcional”, todos los aspirantes a carreras universitarias podrán obtenerlas —lo que no dice precisamente que sea la más deseada— invoca un fantasma no muy viejo, ni tan olvidado: la Batalla de Ideas, impulsada por  Fidel Castro, ya en las postrimerías de su vida.

Muchos recordarán que luego de las “tribunas abiertas” maratónicas que diariamente se celebraron en Cuba durante 1999 para reclamar el regreso a Cuba de Elián González, Fidel Castro encabezó personalmente este proyecto para “catalizar” con reactivos educativos la construcción del Hombre Nuevo; mientras la primera generación que debió inscribirse en este paradigma sociopolítico emigraba masivamente agotada y decepcionada, o desechaba sus títulos universitarios a favor de oficios más beneficiosos monetariamente.

Esta especie de “revolución dentro de la revolución”, que despegó fieramente al margen de todo el sistema institucional cubano, modificó el horizonte educativo cubano y la universidad. En un abrir y cerrar de ojos, Cuba se llenó de escuelas de multitudinarias y casi instantáneas de trabajadores sociales, instructores de arte, maestros “emergentes” que debían aprender en menos de un año lo que otros en cinco, y e de las conocidas como “sedes universitarias” municipales.

En estas debían recalar los graduados de los programas referidos, que les otorgaba un apresurado nivel medio. Luego optarían por una serie de carreras universitarias, que estudiarían mayormente en la modalidad “por encuentro”, cada fin de semana. No olvidar la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI), una de las pocas sobrevivientes de ese furor, junto a la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM).

En cientos de miles se pueden contar los jóvenes y no tanto que matricularon en estas escuelas de trabajadores sociales, maestros emergentes y trabajadores sociales. Y luego, a la par de sus labores, matricularon carreras de humanidades como Derecho (así obtuvo su título Humberto López), Comunicación Social, Psicología, en las que ni a la larga ni a la corta se desempeñarían, pues según varios funcionarios me refirieron en su momento, solo servirían para “mejorar” sus labores como instructores, maestros o trabajadores sociales.

Súmese que, sobre todo en el caso de los instructores, había que firmar un “compromiso”, primero de 8, luego de 5 años, período en el que no podrían renunciar a sus trabajos en escuelas.

Durante las  clases a trabajadores sociales que gracias a la Universalización estudiaban Comunicación Social, se  advertía  por los jefes que no podían desaprobar, que no se podían  “ponchar”. Cada quien no recibiría lo que mereciera por su esfuerzo y capacidades intelectuales, sino que su destino estaba escrito, facilitado, regalado, para justificar a toda costa los proyectos de la revolución.

De la Batalla de Ideas quedan las inmensas escuelas de trabajadores sociales e instructores de arte, construidas o remodeladas a toda carrera, y clausuradas con la misma celeridad, cuando todos se convencieron que la Batalla de Ideas era la crónica de una muerte anunciada. Queda la curiosidad sobre el destino de tantísimos jóvenes que acudieron a la convocatoria de estos programas, de todos los profesores que se sumaron a educar con la celeridad de 100 metros planos, cuando el estudio de cualquier oficio o profesión humana es más bien una carrera de resistencia.

Ahora, la Universidad vuelve a retirar todos sus filtros, y deja que las aguas entren con todo su fragor, desafiando el tan sencillo principio de que la cantidad da al traste con la calidad. El fantasma se materializa y el sonido se batalla se escucha a lo lejos.

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