Durante décadas, el exilio cubano ha sido una variable incómoda para la narrativa oficial. Cuando se van, son traidores. Cuando hablan, son enemigos. Cuando critican, se convierten en la jauría rabiosa que hay que bloquear, silenciar, ridiculizar. El gobierno cubano ha demostrado una y otra vez que el relato sobre quienes se marchan del país cambia según convenga, aunque la gente sea la misma. Los “gusanos” de ayer son los mismos cubanos de hoy a los que se les solicita ayuda cuando el desastre toca la puerta.
Tras el paso del huracán Melissa, la isla ha vuelto a quedar en evidencia: su aparato estatal es incapaz de garantizar siquiera la mínima protección para su población en situaciones de emergencia. Y ahí aparecen nuevamente, como siempre, los que se fueron. Esos mismos a los que desde micrófonos y diarios oficiales les dedican adjetivos venenosos, a quienes acusan de campañas de odio, de intoxicar redes sociales, de servir al enemigo. Ahora, sin embargo, sus cajas de medicamentos, sus recaudaciones urgentes, su logística privada y desinteresada se convierten en una tabla de salvación.
La contradicción salta a la vista. Miguel Díaz-Canel insiste con el mantra de que la diáspora produce toxicidad, que allí se concentran los que solo quieren ver caer lo que él llama revolución. Pero cuando un huracán deja sin casa a miles, cuando la comida escasea, cuando el dolor se desborda, resulta que esa misma diáspora tóxica se transforma en un aliado al que hay que apelar sin pudor. La etiqueta “enemigos” se guarda discretamente en el cajón hasta la próxima campaña de difamación. A veces basta una tragedia para revelar lo frágil que son los discursos que pretenden dividir a un mismo pueblo. Del lado que vengan.
Porque no es solo un cambio de tono hacia los que viven fuera. Dentro del propio exilio hay tensiones y reproches que se reciclan ahora en el espejo de la ayuda humanitaria. Muchos de los que desde hace años colaboran con envíos de medicinas o alimentos «mano a mano» o «maleta a maleta», sin negociar con Palacio, han sido acusados por otros exiliados de “oxigenar a la dictadura”, de sostener con parches a un sistema que debe caer por su propio peso. Cada lata de leche en polvo enviada, decían, prolonga la agonía del régimen. Cada caja de antibióticos impide que el colapso sea total y definitivo. Así han surgido calificativos como «La Enfermera del Sabor», o gente que desde Madrid, por ejemplo, se han sumado a los gritos que del otro lado del Atlántico vienen para, luego, hacer lo mismo, mediante sabe Dios que interés. Al parecer algo intentan, raspar o negociar, con gente de otros círculos, y se montan en una cuerda que se tambalea bajo sus pies.
Pero entonces llega la noticia de que Estados Unidos destinará tres millones de dólares para ayudar a la población cubana tras el huracán. Y la pregunta se vuelve inevitable: ¿también Trump está oxigenando a la dictadura? ¿Dónde están ahora los que señalaban con dedo severo cualquier gesto humanitario hacia la isla? ¿Por qué la vara cambia según el origen del dinero y el color político de quien lo anuncia?
Ese doble rasero expone otro punto incómodo. La ayuda humanitaria nunca es pura. Siempre se discute, siempre genera tensiones, siempre se lee políticamente. Para algunos, cualquier auxilio que pase por las manos del gobierno cubano termina finalmente reforzándolo. Incluso, si se le da a la Iglesia, esta negocia con el PCC a través del Departamento de Asuntos Ideológicos y todo termina en algún otro lugar, aseguran.
Para otros, renunciar a socorrer a un pueblo en crisis porque no se quiere beneficiar al poder es una forma de crueldad disfrazada. Y entre esos polos hay miles de matices, porque en Cuba nada es simple, ni siquiera el acto elemental de tender la mano. Si quieres tener un país necesitas tener gente para que lo construya. Si esa gente se muere, ¿cómo lo levantas? A fin de cuentas estamos hablando de una gente a la que le han dado la espalda, ¿se la das tú también? ¿haces lo mismo que el que criticas?
Una de las comunidades más afectadas por Melissa ha sido la de Río Cauto, lugar del que nacieron frases como «Yo me erizo» o «El Dios Fidel». He visto, no pocos comentarios en redes de cero empatía hacia todos los residentes de ese lugar, como si todos, aquella vez, se hubiesen erizado. Y fue una sola mujer la que «se erizó». He visto comentarios muy lamentables hacia gente que, con muy poco nivel de educación política y mucho miedo, sabe Dios si mediante chantaje, fueron puestos al lado del camino para vitorear a Díaz-Canel. O comentarios muy desafortunados hacia una anciana, que evidentemente tiene algún tornillo en su cabeza flojo, que mientras alaba a Fidel y dice quiere una ametralladora, llora y se enternece porque no tiene comida.
Lo cierto es que Estados Unidos ha ofrecido asistencia a Cuba en numerosas ocasiones pasada una catástrofe. Y casi siempre, La Habana ha respondido con el mismo orgullo enjaulado en consignas: quiten el bloqueo primero, levanten las sanciones, cambien su política agresiva. Un ultimátum envuelto en soberanía. El problema es que la soberanía no se come, no da refugio, no cura heridas. El huracán Melissa no pidió pasaporte ni posición ideológica antes de tumbar techos y arrancar postes. El país está exhausto y el poder lo sabe. El temor de otro estallido social late en cada barrio donde no llega el agua ni la comida. La insistencia en la confrontación eterna con Washington, de pronto, ya no parece tan útil.
De ahí que el discurso se haya ido desplazando lentamente hacia una necesidad pragmática: la emigración importa. Importa su dinero, importa su iniciativa, importa su capacidad de respuesta rápida ante el desastre. Importa porque el Estado no puede más, porque el subsidio ruso es una sombra del pasado, porque Venezuela ya no está para sostener a nadie, porque China presta, pero no regala. La economía cubana se aferra a lo que envían los que se fueron: remesas, paquetes, ideas, recursos.
Sin embargo, esa apertura calculada no se traduce en un canal eficiente. Todo lo quieren controlar, revisar, fiscalizar. Sobre todo si llega desde Estados Unidos. La sospecha es una política de Estado. Al final, lo que debería llegar a la gente se estanca en almacenes, se pierde en procesos burocráticos o reaparece en tiendas estatales a precios absurdos. El auxilio tarda tanto que, cuando aparece, ya no es ayuda, es negocio.
La ironía es demasiado evidente para no mencionarla. Si el gobierno cubano no se aferrara a su tirantez ideológica con Estados Unidos. Si escuchara el grito de un pueblo hambriento y no les robara a los cubanoamericanos lo que invierten para sostener a sus familias. Si no tratara cada iniciativa independiente como una amenaza. Entonces quizás otro futuro sería posible en la isla. Imaginar aviones diarios desde Miami cargados de insumos médicos, barcos trayendo materiales de construcción, brigadas civiles llegando con herramientas para levantar techos y muros. Imaginar cooperación sin desconfianza, ayuda sin humillación. Imaginar que el desastre no se convierta en excusa para la propaganda ni en botín para los mismos de siempre.
Pero esa posibilidad queda siempre a medio camino porque el poder cubano no está articulado ni le interesa articularse con la sociedad civil. El Estado no sabe —y tampoco quiere aprender— a convivir con actores independientes que lo desborden y lo dejen en evidencia. Prefiere la precariedad antes que ceder control. Teme que la solidaridad genuina se convierta en influencia política. Teme que quienes se fueron regresen no como hijos arrepentidos, sino como ciudadanos que reclaman participar, opinar, cambiar. Teme que la línea entre exilio y nación se disuelva en un mismo cuerpo, en una misma voz que ya no pueda ser callada con consignas o justificaciones históricas.
Dejan entregar a los que ellos pueden controlar porque son dóciles. Al repartero que no dice nada; a la actriz que aconseja que no salgas para la calle a protestar, sino que le escribas a tu familia del norte y le pidas una planta eléctrica. Al actor que, desde Miami, se (ex)pone como ejemplo de que sí se puede salir adelante.
En Cuba, incluso la ayuda es un campo de batalla y ayudar se convierte en una odisea. Conozco de activistas que tuvieron que entrar de noche, y brincando cerca, a repartir comida y ropa entre los damnificados por la explosión del Hotel Saratoga. Conozco a activistas que tuvieron que dar un rodeo y entrar atravesando el monte, para repartir ayuda entre la gente afectada por el tornado. Trabajé con todos. Sé de lo que hablo.
Mientras el gobierno apela a la diáspora para que colabore, se dedica al mismo tiempo a obstaculizar cualquier canal que no pase por sus manos. No bastan las inspecciones, los permisos, las retenidas eternas en aduanas: también se ejerce la intimidación abierta. Quien intenta llevar donativos sin la mediación oficial corre el riesgo de acabar acusado de “mercenarismo”, de “desestabilizar el orden”, de servir a intereses extranjeros. Y no es solo contra los activistas o los grupos organizados: también se presiona a las propias víctimas, a las familias que lo han perdido todo y se atreven a recibir ayuda desde donde el Estado no controla.
Esa lógica perversa termina castigando al que da y al que necesita. La legitimidad del gesto importa más que el plato de comida o el colchón seco. Nombres como el de Lara Crofs, y el trabajo de tantos que como ella organizan colectas, envían medicamentos, recorren barrios para entregar lo que hace falta, se convierten en blancos de campañas de difamación en redes oficialistas. Los llaman incluso para decirles «ni se te ocurra ayudar, que para ayudar estamos nosotros». Se asfixian sus iniciativas con trabas administrativas, se vigilan sus movimientos, se intenta reducir su impacto. Para el régimen, la sociedad civil que actúa es una amenaza mayor que la tragedia que intenta aliviar.
Porque aceptar la ayuda independiente implica reconocer que el Estado no basta. Implica reconocer que hay actores fuera del aparato central que pueden ser más eficientes, más humanos y más cercanos al dolor real de la gente. Gente que no se roba ni vende nada. Implica admitir que Cuba existe más allá del Partido. Y esa idea —peligrosa para quienes llevan décadas aferrados al poder—, la de la articulación sin mandos verticales, es lo que tratan de impedir a toda costa.
Los cubanos que hoy se organizan para enviar ayuda no lo hacen pensando en Díaz-Canel ni en Trump. Lo hacen porque saben lo que duele el miedo, lo que duele la escasez, lo que duele la impotencia de ver a un país repetir tragedias sin aprender de ninguna. No quieren oxigenar regímenes, quieren que sus familiares coman, que sus barrios se levanten, que nadie quede abandonado bajo los escombros.
En esa acción directa hay más verdad que en todo un discurso político. Y también hay un mensaje: Cuba es más grande que su gobierno, más amplia que sus fronteras, más persistente que sus consignas. Lo que la sostiene, incluso en ruinas, son los vínculos que sobreviven al exilio, la memoria común, el deseo tercamente humano de que todos, sin importar dónde vivan, puedan dormir bajo un techo y saber que habrá un plato de comida al despertar. O un medicamento en la mano para controlar su presión arterial.
Hoy el gobierno cubano intenta cosechar solidaridad donde antes sembró rechazo. Cambia las palabras, atenúa los insultos, se muestra receptivo. Pero la memoria de la gente es más larga que cualquier campaña ideológica. Los cubanos del exilio lo saben y, aun así, ayudan, a pesar también de que otros cubanos dentro del exilio los atizan. Porque la patria no es un partido. Porque el dolor no tiene pasaporte. Porque los “gusanos” de ayer son los que hoy sostienen, con recursos y amor, a un país que los llamó traidores y ahora necesita desesperadamente de ellos.
La pregunta seguirá ahí, incómoda, insistente: ¿Oxígeno o ayuda humanitaria? Quizás la respuesta no está en elegir una de las dos opciones, sino en desmontar la trampa que plantea. Cuando se trata de salvar vidas y reconstruir hogares, lo que importa no es quién sostiene la manguera de oxígeno, sino quién puede volver a respirar.





