Una ola de dolor y rabia sacude al municipio Minas de Matahambre, en Pinar del Río, tras la muerte de Yaniela, una joven madre de dos niños cuya despedida levantó cientos de mensajes en Facebook.
La noticia la dio a conocer la usuaria Isaili Rivero, quien describió “con profundo dolor” la partida y, sobre todo, las condiciones en que se produjo: “duele ver cómo nuestros médicos tienen que dejar morir a sus pacientes… sin siquiera corroborar un diagnóstico por falta de insumos médicos de todo tipo”, escribió.
En el mismo hilo afirmó que, ante la carencia de un carro fúnebre, el cuerpo fue trasladado “en un carro de correos”.
El muro se llenó de pésames, pero también de denuncias.
“¿Dónde está la ‘potencia médica’?”, preguntó un comentarista, resumiendo el sentimiento de muchos: hospitales desabastecidos, higiene deficiente y ausencia de medicamentos y material básico para atender emergencias. La acusación principal no apunta a los profesionales —reconocidos por su esfuerzo— sino a un sistema incapaz de proveer lo mínimo.
“Carecemos de todo”, insistió Rivero, dando voz a lo que, para numerosos cubanos, ya es rutina: llegar al hospital y no encontrar desde jeringuillas hasta reactivos para análisis, ni antibióticos, ni transporte sanitario.
En medio del torbellino emocional, no existe una versión oficial sobre la causa de muerte. En los comentarios circulan hipótesis de allegados —algunos hablan de dengue, otros de un fallo renal— que evidencian otra carencia: diagnóstico certero y a tiempo. Esa incertidumbre médica no solo hiere a la familia; también imposibilita aprender de cada caso para evitar el siguiente. Cuando el sistema no puede confirmar qué sucedió, toda la comunidad queda atrapada entre rumores, impotencia y miedo.
La historia de Yaniela retrata varios niveles de fragilidad. Primero, la individual: una mujer joven, “llena de vida”, como repiten sus amigos, que deja a dos hijos. Luego, la institucional: un hospital sin recursos para diagnosticar y tratar, sin ambulancias suficientes y, según la denuncia, sin servicios funerarios. Por último, la social: un pueblo que asiste a la normalización de lo intolerable y que solo halla desahogo en redes, en cadenas de oraciones y condolencias.





