Hace apenas unas horas, la viceministra de Salud de Cuba, La Dra. Carilda Peña propuso algo que habría hecho sonreír a cualquier químico serio: quemar cáscaras de cítricos para ahuyentar mosquitos. Iban acompañadas las recomendaciones con ella de manga larga – o más bien a tres cuartos – en pleno descaro verborreíco al estilo de bochorno tropical. ¡Qué manera de hablar cáscara! O «cascarita de piña».
Lo que no dijo la Viceministra, es de dónde iban a salir esas cáscaras en un país donde los cítricos escasean tanto como los repuestos para ambulancias. ¿Una campaña ecológica, alternativa, comunitaria? Más bien algo entre la comedia política y la desesperación sanitaria.
Bien podría decirse que esta sugerencia es el último capítulo del manual oficial de soluciones imaginarias que se repite a lo largo del tiempo: primero fue la cáscara de papa, que los cubanos inmorales botan a la basura y que el teológo brasileño Frei Betto recomendó freir para deleite nacional como delicatessen. Después fue la cáscara de arroz transformada en pasta dental, y ahora nos llega la cáscara de limón – o de naranja, toronja, mandarina… – como repelente. En ese guion ya no sorprende nada. Pero cuando llega la temporada de insectos y hospitales saturados, el escenario se vuelve surrealista.
Tomemos el caso de Matanzas. Allí, hospitales colapsados, pacientes que no encuentran camas, niños en terapia aguantes, insumos que no se reparten y personal exhausto. Mientras eso sucede, oficialmente se recomienda quemar cáscaras como si quemarlas fuera suficiente frente a un brote viral.
Imagínese un país donde no hay naranjas para exprimir, porque la libra cuesta más que un día de salario, donde el limón ni se ve sino es en mercados en dólares. ¿De dónde salen las cáscaras para quemar? ¿De los hoteles donde se pelan miles de naranjas para deleite de los turistas? ¿Habrán hecho las autoridades del MINSAP algún acuerdo con el MINTUR? Quizás esperan que cada ciudadano cultive un cítrico en su patio dejando a un lado la calabaza recomendada por Gerardo; coseche la fruta, le dé uso al jugo, guarde la cáscara y al caer la noche la encienda. Un circuito perfecto… si no fuera fantasía.
Mientras la viceministra habla de cáscaras, en redes sociales circulan memes de usuarios burlándose del planteo: “Qué quemar cáscaras si ni tenemos aroma ni fruta”, “¿qué cítrico?” y “la solución del mosquito versión casera”. Hay incluso quienes imitan el discurso como sketch de comedia: colocan una lima en la mesa, la miran con desdén, y fingen encenderla. Usuarios como Edmundo Dantés Jr. han viralizado estas escenas como si fueran anuncios anteriores, resaltando la distancia entre la propuesta y la realidad tangible del ciudadano.
El uso de «la cáscara» en contextos culturales – y en Cuba – no es menor.
En la coctelería, por ejemplo, en un Negroni, la cáscara de naranja es un detalle elegante: un twist, aroma, decoración. No está pensada para fumigación, sino para embellecer, perfumar un trago. Pero en esta idea oficial, de pronto la fruta que sirve para adornar bebidas se convierte en arma antimosquito.
También está el elemento idiomático: en cubano, “la cáscara” puede significar la ropa. Le dicen a alguien “descascárate” cuando quieren que se quite la vestimenta. Imagínese que después de quemar cáscaras para ahuyentar insectos alguien dijera: “ahora quítate la cáscara”. El estallido de ironía sería épico.
Y no faltan los rituales tradicionales. La “cascarilla” —cáscara de huevo molida u otros restos— ha sido usada en prácticas de brujería: limpiar, purificar, proteger. Llevamos siglos cargando supersticiones y evocaciones espirituales. Pero en el discurso oficial hoy las cáscaras —de fruta esta vez— se presentan como solución técnica frente a una crisis epidemiológica. ¿Magia? ¿Desesperación? ¿Sátira disfrazada de salud pública?
Mientras esto ocurre, los médicos de base y los familiares relatan que las enfermedades transmitidas por mosquitos han crecido de forma explosiva. Que llegan niños con fiebre, vómitos, dolores articulares; que no hallan reactivos para diagnóstico ni medicinas; que las salas de hospital están abarrotadas. En ese escenario, quemar restos de cítrico es un paliativo de comedia, una propuesta que no toca el núcleo: vectores incontables, aguas sin drenaje, acumulación de basura, falta de fumigación. Es humo para tapar el fuego. Y Carilda – no Oliver Labra – lo suelta así, como si ná, delante del «periodista» Abdiel Bermúdez.
En un país donde no hay agua constante, donde los apagones debilitan ventiladores y refrigeración, proponer quemar cáscaras suena como decirle a un incendio: “echale un poco de polvo de café”. Tal vez funcione un poco si uno vive solo en un patio seco. Pero en los barrios donde las viviendas están apiñadas, con agua estancada, basura, cuajado de criaderos, el mosquito no va a huir ante el aroma cítrico.
Otro remedio, el mosquitero, cuesta caro. El repelente cuesta caro. Los insecticidas importados están en dólares. ¿La respuesta estatal? Una burla. La cáscara aquí se vuelve distractora. Que se use cáscara como virtud cuando no hay fruta para alimento. Que ese símbolo se convierta en política nacional de los milagros salvadores. ¡Ave María, Purísima!
La solución real no está en las cáscaras, está en el presupuesto, en la ciencia, en el control vectorial, en la transparencia, en el abasto. Movilizar fumigación constante, revisar aguas, eliminar criaderos, formar comunidad. Todo lo que nunca va incluido cuando el discurso oficial propone aromatizar el humo.
Porque en este país – Cuba – las soluciones oficiales siempre tienen algo de teatro: se ponen a brillar durante la crisis para que olvides que el problema sigue latente. El mosquito seguirá picando, el virus seguirá circulando y alguien tendrá que pedir cuentas. Y cuando ese alguien lo haga, quizás no quede más que «encender un limón» y decir —con sarcasmo— que la mejor vacuna era la cáscara después de todo. O sea, ponerse un traje de apicultor y salir a la calle. ¡Si total! Tony Menéndez y El Divo de Placetas usan una vestimenta similar cuando salen a la calle y a los escenarios, y no pasan absolutamente ninguna pena.
Mientras tanto, la verdadera cáscara seguirá siendo el invento barato para cuando no hay más remedio que ofrecer humo; y la Viceministra, descaradamente, hable cáscara en el más puro descascare nacional de la idiotez.





