El «químico» acaba con la vida de un joven en Luyanó

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Luyanó se encuentra de luto por la muerte de Yorli, un muchacho descrito por vecinos y amigos como sociable, querido y con planes por delante. Según publicaciones de su entorno, el joven habría fallecido por una sobredosis del “químico”, la sustancia que se ha extendido entre adolescentes y veinteañeros habaneros con un saldo creciente de daños y funerales prematuros.

La noticia corrió primero por redes locales, convertida de inmediato en llamado de alerta: “No minimicen, no callen. Hablen, acompañen, exijan tratamiento”, pedían allegados que reclamaban atención real para quienes ya no pueden salir solos del consumo.

Tanto en portales informativos, como en publicaciones hechas en Facebook, también se reportó el deceso y el clima de conmoción en el barrio.

La tragedia de Yorli llega en medio de una expansión documentada del “químico” en Cuba. Reportes recientes describen una droga barata y de fácil acceso, vendida como “marihuana mejorada” pero en realidad basada en cannabinoides sintéticos aplicados sobre material vegetal y, con frecuencia, mezclada con solventes y tóxicos de origen incierto.

Los efectos van de la desorientación extrema a cuadros de agresividad, convulsiones y paro cardiorrespiratorio; testigos la asocian con escenas de jóvenes “como zombis” en parques y calles de La Habana.

Incluso medios oficiales han reconocido la irrupción del “químico” y sus adulterantes: se han descrito lotes cortados con formol y hasta con fentanilo, una combinación letal en un mercado sin controles sanitarios ni información fidedigna para el consumidor. La ecuación es perversa: precariedad, un producto barato que promete “pegar” fuerte y cero garantías sobre lo que realmente contiene.

También se usa el Tramadol, un poderoso analgésico usado en la isla en no pocos casos de pacientes con un dolor prolongado y fuerte asociado, por diversas causas. La utilización del Tramadol en la confección del químico ha lanzado a las autoridades aduaneras cubanas a perseguir su entrada a la isla, con el decomiso, dejando indefensos a quienes de verdad lo necesitan.

En los comentarios que siguieron al aviso de su muerte conviven la indignación contra expendedores de esquina y redes de distribución, el reproche a la inacción o torpeza institucional y, también, voces que piden no lavarse las manos: “denunciar a quienes venden”, “buscar ayuda hoy”, “no esperar a tocar fondo”. El mapa es complejo. Mientras organismos estatales exhiben cifras de incautaciones y condenas severas por delitos de drogas, la sustancia sigue circulando con facilidad en barrios populares y entornos escolares.

La proliferación del “químico” ha sido documentada con videos y testimonios que muestran a adolescentes y jóvenes cayendo en plena vía pública, con signos de intoxicación aguda. En la Isla, organizaciones y medios independientes advierten de un fenómeno en expansión, con consumo que baja la edad de inicio y familias que, entre la vergüenza y el miedo, demoran en pedir ayuda. La evidencia audiovisual y los relatos de barrio han puesto el tema en la agenda pública, más allá de campañas episódicas.

Lo que mató a Yorli no fue una fiesta. Fue una cadena que empieza en la desinformación —“es como hierba”—, sigue con la ausencia de dispositivos de tratamiento accesibles y rápidos para adolescentes y termina en una economía clandestina que abastece a la vista de todos. Expertos en salud mental y adicciones insisten en que la salida requiere prevención comunitaria sostenida, reducción de daños —información clara, espacios para pedir ayuda sin criminalización— y protocolos de emergencia en policlínicos y hospitales que hoy llegan tarde o no llegan.

El “químico” no es un rumor ni una moda inocua; es un problema de salud pública que ya cercó a demasiados.

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