En un giro inesperado de la política exterior estadounidense, el presidente Donald Trump ordenó un ataque coordinado contra tres instalaciones nucleares clave en Irán, en colaboración estrecha con el gobierno de Israel. La operación, que según Washington tuvo como blanco las plantas de Fordo, Natanz e Isfahán, marca una escalada abrupta en el conflicto regional y tiene implicaciones que trascienden el Medio Oriente, alcanzando de lleno al entorno estratégico de Cuba.
“Hemos completado con gran éxito nuestro ataque contra las tres instalaciones nucleares de Irán, incluyendo Fordo, Natanz e Isfahán. Todos los aviones se encuentran ahora fuera del espacio aéreo iraní”, escribió Trump en su red social, Truth Social.
El presidente norteamericano también compareció, horas más tarde de su mensaje en Truth, acompañado de su vicepresidente, JD Vance; el secretario de Defensa, Pete Hegseth, y el secretario de Estado, Marco Rubio. “Irán, el matón de Oriente Medio, ahora debe hacer la paz. Si no lo hacen, los futuros ataques serán mucho más grandes y más fáciles”, dijo.
La ofensiva fue ejecutada con un despliegue militar sin precedentes recientes: bombarderos furtivos B-2, submarinos de propulsión nuclear y misiles Tomahawk fueron utilizados en una acción relámpago que, según el propio Trump, logró “la destrucción completa” de las capacidades de enriquecimiento de uranio del gobierno iraní. La Casa Blanca confirmó que la operación fue realizada en coordinación directa con Tel Aviv y que el presidente estadounidense sostuvo conversaciones telefónicas con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para definir los detalles tácticos.
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Este ataque supone una ruptura significativa con la retórica de no intervención que caracterizó la primera fase del segundo mandato de Trump. Su promesa de “America First” había reducido la proyección militar en conflictos externos, particularmente en una región donde la presencia estadounidense ha sido altamente cuestionada. La decisión también reabre divisiones dentro del propio Partido Republicano, donde figuras como el congresista Thomas Massie denunciaron la falta de consulta al Congreso, considerando la acción una violación del marco constitucional.
Desde una perspectiva cubana, este acontecimiento resuena en varios niveles. Cuba ha mantenido durante décadas una postura de respaldo al régimen iraní, unido por la oposición común a Washington y por intereses convergentes en foros multilaterales como el Movimiento de Países No Alineados. La Habana, que suele posicionarse contra las intervenciones extranjeras en el Sur Global, podría utilizar este ataque como argumento para reforzar su narrativa “antiimperialista” y profundizar alianzas con naciones bajo sanciones estadounidenses, incluida la propia Teherán.
El bombardeo ocurre en un momento de especial fragilidad económica para Cuba, afectada por la contracción del turismo, la caída de sus exportaciones tradicionales y un recrudecimiento del embargo estadounidense. Un nuevo foco de inestabilidad en Medio Oriente podría elevar los precios internacionales del petróleo, con consecuencias inmediatas para la ya deteriorada matriz energética cubana, altamente dependiente de los envíos de crudo venezolano y con planes de acuerdos con terceros países, entre ellos Irán.
Más allá de las consecuencias inmediatas, la ofensiva contra Irán revive viejos fantasmas de guerra prolongada y pone a prueba el orden internacional basado en normas. En un año electoral en Estados Unidos, el uso de la fuerza podría tener también un componente de política interna, algo que no pasa desapercibido ni en Washington ni en las cancillerías latinoamericanas.





