Hace cerca de cuatro décadas, tal vez cinco, en pleno corazón del boulevard de Cienfuegos, un hecho insólito tuvo lugar que, si no fuera porque ocurrió en Cuba, parecería sacado de una novela de realismo mágico o, mejor dicho, de una tragicomedia a lo cubano. Por aquellos años, cuando leer «literatura extranjera» era todavía un acto subversivo —y no por ignorancia, sino por exceso de conciencia—, un hombre fue detenido por la PNR por andar leyendo «un libro raro» a plena luz del día. ¿El crimen? Sostener en sus manos algo con hojas y carátula que, a los ojos de un oficial particularmente celoso, contenía ideas “sospechosas”.
El policía, que al parecer tenía más lecturas que los uniformados actuales, le echó un vistazo al autor: Vargas… algo. ¿Vargas Llosa?, se preguntó, con el ceño fruncido y el espíritu revolucionario vibrando. En efecto, para muchos en la isla, Vargas Llosa era el epítome de la traición intelectual: ese escritor peruano que en algún momento fue simpático al proceso cubano, pero que rompió con la Revolución más temprano que tarde, y nunca miró atrás.
Pero no, no era Vargas Llosa. Era Vargas Vila, aquel colombiano irreverente, anticlerical y furibundo, muerto desde 1933, en Barcelona, al que los dogmas le molestaban tanto como a los revolucionarios les molestan las opiniones ajenas. El policía respiró, bajó el tono. No era un enemigo político el que el lector tenía entre manos. Era apenas un hereje de otro siglo.
Y, sin embargo, la multa cayó igual: 25 pesos. Por desorden, por desacato, o quizás por haber provocado una falsa alarma ideológica. O por sospechas. Si tenía apellido Vargas… seguro era otro «gusano» igual o traidor a la Revolución igual Lo cierto es que el lector cargó con su sanción como quien carga con un sello de advertencia: “la próxima vez, mejor un manual de la defensa civil”.
La anécdota, tal vez no precisa del todo, y perdida en el tiempo, tal vez tenga otra versión. En el mismo pueblo o en otro. Es probable que hasta a Álvarez Guedes se le hubiese ocurrido alguna vez un chiste, pero era un crónica que «circuló», y que al parecer tiene un origen turbio. Quién sabe si porque, en esa primera cuadra del Boulevard de Cienfuegos, existe algo llamado librería Dionisio San Román, aunque no sea tan frecuentado como antaño.
Cuarenta y tres años después, se anuncia la muerte de Mario Vargas Llosa. El Nobel. El polémico. El «excomunista», liberal, español, peruano y eterno disidente.
Y aunque Vargas Llosa ha muerto, y Vargas Vila murió 7 años después de nacer Fidel Castro, supongo que aquella multa nunca se revocó. Cuba, en su modo más kafkiano, archivó la sanción sin olvido, sin perdón y sin reembolso. Porque en la isla, más que leer, lo que nunca ha estado permitido del todo… es pensar.
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