Tranque de tres horas en el túnel de La Habana se debió a la total falta de sentido común de las autoridades

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El atasco en el túnel de la bahía de La Habana no fue solo un incidente de tránsito. Fue un retrato. Tres horas detenidos los autos, con el calor comprimido, el ruido de los motores y la impaciencia convertida en silencio.

Lo que pudo resolverse con una decisión a tiempo —avisar, desviar, señalizar— terminó siendo una prueba de resistencia para miles de personas.

Se ha explicado que había una filtración, una inundación por la rotura de un tubo, y que un carro de desobstrucción acudió a trabajar. Es posible. Lo que no tiene explicación es la manera en que las autoridades administraron el impacto sobre la ciudad: sin anticipación, sin comunicación clara y sin respeto por el tiempo de la gente.

El túnel no es una calle cualquiera. Es una vía que enlaza dos tramos distintos y con alta densidad demográfica dentro de la ciudad de La Habana. Es una arteria que sostiene turnos de trabajo, rutas escolares, citas médicas, entregas de alimentos, emergencias reales.

Cerrar o intervenir un tramo así exige algo elemental: sentido común. Un aviso temprano en radio, mensajería y redes. Personal en los accesos para ordenar desvíos antes del cuello de botella. Señalización visible que permita decidir rutas alternativas con margen (aunque en realidad es una sola). Todo esto es básico en cualquier urbe que se toma en serio. En La Habana, ayer, no ocurrió. Lo que hubo fue un embudo progresivo que atrapó a una ciudad entera y la obligó a esperar, a soportar y a resignarse. Y a cag… en Díaz-Canel Bermúdez. ¡Y con razón, además!

Quien quedó detenido en la cola no solo perdió horas; perdió previsiones. Una trabajadora que contaba con llegar al segundo turno llegó tarde y quedó marcada. Un chofer que estira su combustible al límite lo vio derretirse en ralentí. Un padre que debía recoger a su hijo en la casa de un vecino llegó cuando la noche ya había caído. Así, en cadena, la vida se desordena. El tranque no es una anécdota mecánica; es una fractura en la rutina de miles. Y esa fractura pudo evitarse con procedimientos mínimos que no exigen grandes recursos, solo planificación y criterio.

Hay un dato que vuelve más grave lo sucedido: el túnel arrastra desde hace años signos visibles de humedad y deterioro. No lo dicen los papeles; lo dicen los ojos de quienes pasan a diario. En situaciones como esta, la comunicación pública es tan importante como el trabajo técnico. La gente puede comprender una avería, una filtración, una reparación urgente. Lo que no acepta —y no debe aceptar— es el silencio previo y el parte tranquilizador posterior que reduce tres horas de parálisis a un “restablecido el tránsito”.

Ese lenguaje encapsula una idea peligrosa: que el ciudadano es un dato, no un sujeto. La buena administración, en cambio, asume que la ciudadanía tiene derecho a decidir su camino con información oportuna y veraz; pero en Cuba, donde la población se le irrespeta a cada minuto, que hayan quedado cientos (tal vez miles) de personas varadas de un lado de la ciudad durante tres horas qué importa, si llevan años soportando apagones de diecitantos, ventitantos, trentitantas horas consecutivas.

No hace falta dramatizar ni ser «el enemigo» para entender la lección. Tuberías se rompen en todas partes y los desagües acumulan suciedad en todos los túneles. En España, Francia, Italia, Suiza… La diferencia está en lo que se hace antes, durante y después.

Antes: inspecciones regulares, mantenimiento programado, planes de contingencia que contemplen el peor escenario. Durante: cercos de seguridad bien definidos, desvíos claros, prioridad para servicios esenciales, canales de comunicación actualizados en tiempo real. Después: un informe público que explique qué falló, qué se corrigió y cómo se evitará que vuelva a ocurrir. Este ciclo no es un lujo; es el estándar mínimo de respeto.

Incluso, en casos similares, vistos en otros países, las dos vías de uno de los tramos, se adapta para que se convierta en una calle de dos sentidos; pero nada de eso se vio en La Habana ayer. Lo más triste de todo es que el máximo responsable de este desmadre, de esta falta de neuronas y de sentido común, seguirá en su puesto de trabajo, echándole la culpa «al bloqueo» de lo sucedido.

Ayer, dentro de los autos varados, se mezclaron la incomodidad y la desconfianza. La incomodidad porque nadie merece que le secuestren tres horas sin aviso. La desconfianza porque la respuesta institucional repetirá probablemente el guion de siempre: normalizar la excepción y pedir paciencia. Pero la paciencia no es inagotable y, sobre todo, no debe ser la moneda con la que se financia la improvisación; mucho menos en un país donde la gente apenas tiene tiempo para vivir, y el tiempo de la gente vale oro; porque se la pasan buscando qué comer. Valen sus compromisos, su salud, su descanso, su salario. Gobernar con sentido común es, ante todo, reconocer ese valor.

El tranque de ayer no puede cerrarse con la misma frase con la que se reabre el paso. Debe abrir, más bien, una discusión honesta sobre mantenimiento, protocolos y transparencia. Esa es la medida del sentido común que faltó. Y es, también, el punto de partida para que la próxima reparación no se convierta en una prueba de resistencia para toda la ciudad, sino en una muestra de respeto por quienes la habitan.

Para colmo de males, horas después, dice el internauta Saúl Manuel, también volvía a obstruirse el tránsito. Esta vez porque un ómnibus se rompió.

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