El oriente cubano continua siendo distinto después del paso de Melissa, como si el huracán hubiera pasado no solo por los techos y los postes, sino por el ánimo de la gente.
En Santiago, Granma y Holguín hay zonas donde el paisaje parece detenido en una especie de resaca larga: montones de lodo que todavía no se secan, colchones húmedos que la gente saca a la puerta esperando milagros, y un olor espeso a moho, tierra revuelta y cansancio. Lo que no arrastró el viento lo remató el agua, y lo que dejó el agua lo está rematando la falta de todo: de recursos, de planificación, de presencia estatal.
En Cayo Granma, esa pequeña isla que siempre parece vivir un tempo distinto al de Santiago, los niños han vuelto a jugar fútbol en un área improvisada entre escombros, como si patear una pelota fuera la manera más elemental de recordarse vivos. La escena es tan simple que duele: niños corriendo detrás de un balón, mientras a unos metros todavía quedan maderas astilladas y restos de lo que antes era un portal. No es alegría plena; es algo más frágil, una especie de tregua con la realidad.
En otras zonas, la tregua no existe. En Holguín, las crecidas de los ríos Saetía y Mayarí obligaron a evacuaciones de último minuto. Hay familias que quedaron atrapadas entre dos corrientes que no esperaban que se juntaran, y otras que duermen sobre el piso frío de escuelas convertidas en refugios improvisados.
Un internacionalista holguinero, desde un bohío a medio caer, lo resumió sin dramatismo, con esa sinceridad que no necesita elevar el tono: “Aquí no ha venido nadie”. Esa frase, dicha sin rabia pero con agotamiento, resume la sensación general en varios municipios orientales.
Simultáneamente, mientras los niveles de agua bajan, sube el riesgo epidemiológico. En Santiago se ha declarado una alerta por dengue y chikungunya que no sorprende a nadie.

Los mosquitos, después de un evento así, encuentran charcos por todas partes. Las consultas médicas están repletas y los policlínicos apenas dan abasto. La posibilidad de cuarentenas circula en voz baja, como un rumor que nadie quiere confirmar porque sería admitir que el país está todavía más cerca del límite de lo que ya sabía.
El régimen ha admitido que existe un descontrol sobre la arbovirosis en la isla, pero la manera en que lo comunica desde el portal web de la Presidencia de Cuba, tal parece que es un combate de león para mono donde ellos, son el Rey de la Selva, y no a la inversa, que es como realmente sucede. En días pasados emitieron una comparecencia estelar, para hablar sobre el tema, donde otra vez volvieron a edulcorar la situación y mentirle al pueblo.
Una situación que provocó el pedido de una intervención humanitaria, enfocada en el tema de la salud, por parte del médico cubano radicado en España, Lucio Enriquez.
Son ya tantos los muertos que el músico cubano Pavel Urkiza la ha llamado «La Isla Féretro».
En medio de esa vulnerabilidad aparece algo que se ha vuelto costumbre en los momentos críticos: la ayuda que llega desde donde menos ruido hace. Cáritas Santiago mantiene cocinas solidarias que alimentan a más de 3 000 personas. Las colas son largas y silenciosas. A veces hay más agradecimiento que conversación; otras veces, lo que se escucha es simplemente alivio.
La llegada de 95 metros cúbicos de agua enviados desde Colombia fue casi una noticia de barrio, en Santiago de Cuba.
Un pequeño respiro celebrado con la discreción de quien no quiere parecer demasiado esperanzado. La nación sudamericana ya había entregado la pasada semana una pequeña ayuda en Guantánamo.
Y sin embargo, esa esperanza pequeña existe. Se ve en la señora que barre el lodo aunque sabe que mañana habrá más; en el hombre que levanta una pared con retazos de madera sin saber cómo conseguirá cemento; en la muchacha que cuida del abuelo asmático toda la noche porque no sabe cuándo volverá la electricidad. No es resiliencia en el sentido que le encanta usar al discurso oficial; es otra cosa: la necesidad de seguir, aunque seguir no prometa nada.
A veces, lo único que sobrevive a un huracán es la capacidad de mirar alrededor y asumir que toca recomenzar. En oriente, recomenzar ya no es un acto extraordinario: es rutina. Una rutina demasiado parecida a un loop infinito, pero aun así, rutina. El país está cansado, pero no detenido. La vida, incluso en ruinas, insiste.






