Según el Ministerio de Salud de la Franja, la invasió de Israel a Palestina en Gaza, dejó más de 67.000 muertos, incluidos decenas de miles de niños.
Israel insiste en que Hamás tiene que ser desarmada. Si el grupo terrorista cumple, y no hay venganza de una fracción o de un grupo renegado, se cumplirá todo lo que sea pactado «gracias» a Mr. President (de los Estados Unidos)
La mañana empezó con escenas que parecían imposibles hace apenas unas semanas: la entrega de los 20 rehenes israelíes que seguían con vida en Gaza y la liberación de miles de palestinos encarcelados por Israel bajo un acuerdo de cese al fuego con Palestina.
Vehículos del Comité Internacional de la Cruz Roja fueron captados en un video recogiendo a los cautivos en distintos puntos de la Franja y los llevaron a hospitales israelíes, donde se produjeron los reencuentros con sus familias.
Del lado palestino, buses desde las prisiones —incluida Ofer— salieron hacia Ramala y, sobre todo, hacia el complejo médico Nasser, en Jan Yunis, donde multitudes esperaban a los suyos entre banderas, llanto y teléfonos en alto. Muchas de las personas excarceladas eran detenidos administrativos de Gaza, más de 1.700 según recuentos difundidos por Al Jazeera, retenidos sin cargos en los últimos dos años de guerra; otras 250 cumplían condenas largas y fueron liberadas hacia Cisjordania, Jerusalén, Gaza o deportadas a Egipto, una medida que abre heridas viejas en muchas familias.
La coreografía diplomática añadió capas de significado, según una cronología llevada por CNN.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aterrizó primero en Israel, habló en la Knéset —“el amanecer de un nuevo Oriente Medio”, proclamó— y voló luego a Sharm el Sheij para copresidir una cumbre con Abdel Fattah el-Sisi. Allí se discute cómo garantizar que el alto el fuego no sea apenas una pausa, sino el inicio de una fase distinta.
Su plan de 20 puntos, consensuado con Egipto, Catar y Turquía, promete un despliegue de una Fuerza Internacional de Estabilización, el entrenamiento de policías palestinos “depurados”, y la creación de una administración transitoria “tecnocrática” para Gaza.
Sobre el papel, suena a hoja de ruta. En la práctica, quedan interrogantes: quién gobernará efectivamente el enclave, cómo y cuándo se desarmará a Hamás, bajo qué garantías se retirará el ejército israelí y cómo se insertará todo eso en una perspectiva de Estado palestino que hoy sigue sin anclaje claro.
Las escenas de hospital y recibimientos no fueron simétricas, pero sí igual de elocuentes. En Tel Aviv y en centros médicos israelíes, las familias abrazaron a los suyos tras dos años de cautiverio, con relatos de shock, pérdida de peso y resiliencia.
En Ramala y Jan Yunis, madres y hermanos describieron golpizas, hambre y torturas sufridas en prisión por sus parientes; algunos excarcelados fueron trasladados directamente a chequeos médicos. El intercambio incluyó además un componente fúnebre: se anunció la entrega de los cuerpos de cuatro rehenes fallecidos en Gaza, mientras que otros 24 seguirían pendientes de localización y repatriación. Esa fractura —la alegría interrumpida por el luto— atraviesa a ambos públicos.
Israel: Retirada militar en Palestina depende del desarme de Hamás
El tablero político se mueve con velocidad y riesgo. El gobierno de Benjamín Netanyahu, bajo una orden de arresto de la Corte Penal Internacional y con críticas internas, celebra un logro que presenta como compatible con sus objetivos estratégicos. Su mensaje insiste en que la retirada militar depende del desarme de Hamás, una condicionalidad que deja margen para retomar operaciones si el proceso encalla. Del otro lado, Hamás y la Yihad Islámica capitalizan la imagen del canje como victoria de la resistencia y señalan como prioridad la liberación de quienes permanecen presos.
Mientras, en la región, líderes europeos y árabes felicitan el acuerdo y hablan de “momento histórico”, a la par que analistas advierten que el optimismo puede estar “adelantando la cinta”: la reconstrucción de Gaza —devastada tras una guerra que, según el Ministerio de Salud de la Franja, dejó más de 67.000 muertos, incluidos decenas de miles de niños—, la reforma de la Autoridad Palestina y la promesa de un horizonte político creíble exigirán más que fotografías y discursos.
Si algo deja este intercambio es la constatación de que, aun en un conflicto de largo aliento, la presión internacional coordinada puede abrir rendijas.
La Cruz Roja volvió a ocupar su lugar de garante humanitario; Catar y Egipto confirmaron su rol de mediadores indispensables; Washington amarró su liderazgo a un resultado que, si fracasa, le pasará factura. El alivio de hoy es real y era urgente. Pero la paz —la que cambie vidas y no solo titulares— dependerá de que el alto el fuego se convierta en una arquitectura verificable, con plazos, mecanismos claros y una respuesta honesta a la pregunta que sobrevuela el proceso: ¿cuándo y cómo se reconocerá en serio el derecho de los palestinos a un Estado, y qué garantías reales tendrán los israelíes de que no volverán los cohetes ni los secuestros? Entre las banderas, los hospitales y los buses, esa negociación apenas comienza.



















