Fe en Cristo y mucho valor salvan a buenos samaritanos de un asalto en Cuba

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La historia apareció primero en el muro de Yaiset Rodríguez Fernández, acompañada de un puñado de comentarios que mezclaban asombro, gratitud y un entusiasmo casi litúrgico. Luis Luque fue de los primeros en preguntar dónde había ocurrido el hecho; Yaiset respondió que, hasta donde sabía, en algún punto de la Sierra Maestra, y que intentaría precisar la ubicación.

El resto de los mensajes se movió rápido hacia un mismo registro: “¡Con un par y con un corazón muy grande!”, “Gloria a Dios”, “El Señor todo lo puede”, “Los que confían en Jehová nunca son avergonzados”. Era evidente que la gente no estaba reaccionando a una anécdota cualquiera, sino a una escena que —al menos en su lectura colectiva— tenía algo de épica y algo de milagro.

La historia que compartió Yaiset tenía, en efecto, una tensión propia. Un pequeño grupo de intensivistas, un enfermero y un pastor salió de madrugada para llevar medicamentos a una comunidad en plena crisis epidemiológica. Eran las 5:07 am cuando comenzaron a subir los ocho kilómetros de montaña con los maletines cargados. Apenas habían avanzado kilómetro y medio cuando vieron, en medio del camino, a tres hombres sin camisa, rostros cubiertos y machetes en mano. Uno preguntó, directo: “¿Quién es el pastor Ander?”.

El pastor respondió. El doctor Axel se adelantó para cubrirlo. La amenaza llegó sin rodeos: “Si no quieren que los macheteemos, dejen esos maletines ahí y váyanse”. Detrás del grupo, dos hombres más se acercaban. Cinco en total. No había salida posible. Y, según dice el propio relato, era evidente que alguien los había delatado: el grupo sabía exactamente a quién buscaba.

Lo que ocurrió después es lo que los comentaristas interpretaron como una mezcla de fe y coraje. Según el testimonio, el pastor respondió con una firmeza que sorprendió incluso a los suyos: “No vamos a dejar nada aquí y tampoco vamos a echar para atrás”. Cuando el asaltante preguntó “¿Cómo?”, la frase volvió como un latigazo: “¡¡¡Como tú oíste!!! No hay miedo. Nuestro Dios es más fuerte que ustedes. Si tenemos que fajarnos aquí mismo, lo vamos a hacer y vamos a ganar”.

Se cargaron los maletines de nuevo y siguieron avanzando hacia los machetes, sin retroceder. Quedaron a un metro de distancia. Catorce minutos de pulso, sin palabras, sin garantías. Hasta que, finalmente, los hombres se apartaron del camino. El grupo siguió montaña arriba en silencio, sin mirar atrás, con el corazón acelerado.

A las ocho de la mañana ya estaban en la comunidad. Atendieron a más de 345 personas. Y esa noche, en el culto, 67 aceptaron a Jesús, cierra el testimonio. Para los comentaristas que inundaron el post, aquello era prueba viva de protección divina. Para otros, una demostración del coraje de quienes, en un país cada vez más fracturado, siguen haciendo lo que el Estado no hace: llegar a los enfermos, subir montañas a pie, llevar recursos allí donde no hay nada.

Lo interesante es cómo ese episodio, contado sin adornos más allá de la fe del narrador, provocó una reacción que parece hablar también del país: la necesidad de creer que algo o alguien protege en medio de una realidad donde moverse por zonas rurales ya no es tan seguro como antes, donde los caminos se han vuelto impredecibles y donde las comunidades vulnerables dependen más de voluntarios que de instituciones.

La publicación de Yaiset activó un pequeño coro digital: “Amén”, “Dios es grande”, “Gloria a Dios”, “Son unos campeones”. Cada frase parecía un modo de procesar el temor, de domesticar un hecho que pudo haber terminado de otra manera. Sin embargo, más allá de milagros o lecturas espirituales, el episodio deja una imagen concreta de lo que es la Cuba de hoy: cinco hombres armados esperando a un grupo que subía a curar a otros. Y, frente a ellos, un puñado de cubanos que se negó a dejar en el camino los medicamentos que la comunidad necesitaba. Lo que pasó en esa vereda de la Sierra —el silencio, la tensión, el paso firme hacia la amenaza— termina diciendo más del país que de los machetes.

Ahí es donde el eco del “Gloria a Dios” en los comentarios se mezcla con otra sensación, menos luminosa: el mal sabor de comprobar en qué se ha convertido el país. Porque no es solo que unos hombres armados intentaran despojar a un grupo que iba a hacer el bien. Es la foto ampliada de una Cuba donde, para mucha gente, ya no existe la idea de “no se toca”: se roba lo que sea, a quien sea, incluso lo que mantiene viva a otra persona.

El robo reciente del balón de oxígeno en el hospital Fe del Valle, en Manzanillo, es un ejemplo perfecto de esa caída moral. En plena crisis sanitaria, alguien se llevó un cilindro de oxígeno de un hospital, un recurso que literalmente separa la vida de la muerte para pacientes graves. Luego, cuando la Policía lo recuperó, las autoridades convirtieron la devolución en una especie de ceremonia, como si se tratara de una hazaña y no de la prueba más brutal de miseria y desprotección dentro del propio sistema de salud. En un país mínimamente funcional, robar oxígeno de un hospital sería un escándalo aislado. En la Cuba de hoy, encaja demasiado bien con el resto del paisaje.

Lo mismo ocurre con el caso de la administradora de la bodega La Concepción, en Palma Soriano, Santiago de Cuba, detenida junto a una dependienta y otras dos mujeres por sustraer alimentos destinados a los damnificados del huracán Melissa. Las sorprendieron de madrugada trasladando productos que debían llegar a quienes lo habían perdido todo. No es solo corrupción: es robarle el plato al que se quedó sin techo. Es aprovechar la desgracia ajena como oportunidad de negocio.

Vistas desde ahí, las figuras de los cinco hombres con machetes en la Sierra, esperando a quienes llevaban medicamentos, encajan en una cadena más amplia: los que roban el oxígeno del hospital de Manzanillo, los que desvían la ayuda para los damnificados en Santiago, los que descuadran almacenes y bodegas. No son “monstruos excepcionales” sino síntomas de una misma enfermedad: una mezcla de pobreza extrema, impunidad, corrupción normalizada y un Estado que ha dejado al ciudadano entre la necesidad y el cinismo.

Eso no blanquea las responsabilidades individuales. El hambre, la crisis o la desesperación explican, pero no justifican, que alguien despoje a otros de medicinas, de comida de socorro o de oxígeno. Lo que sí hacen es mostrar hasta qué punto la decadencia ha calado en la isla: antes había cosas que no se tocaban; ahora prácticamente todo es botín posible.

Tal vez por eso relatos como el de Ander y su grupo se vuelven virales. No solo porque confirmen la fe de quienes necesitan creer en una protección sobrenatural, sino porque ofrecen una pequeña contrafigura dentro de ese paisaje: gente que, aun sabiendo el riesgo, sube a ayudar, se niega a abandonar sus maletines en el camino y se planta ante cinco machetes para que los medicamentos lleguen a destino. Un mínimo gesto de decencia radical en un entorno donde robar un balón de oxígeno o desviar cajas de ayuda ya no sorprende.

En los comentarios del post, las personas agradecen a Dios. Entre líneas, se agradece también otra cosa: que todavía existan, en medio de esta caída lenta, quienes no están dispuestos a convertirse en depredadores ni en cómplices. Que haya quien suba la loma con un par de co… y, en lugar de aprovecharse del desastre, decida, simplemente, no dejar tirado a nadie en el camino.

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