Es curioso —y a la vez inevitablemente irónico— que muchos de los que hoy se desvelan por el destino de los cubanos con I-220A o I-220B y se rasgan las vestiduras no solo no movieron un dedo para apoyarlos en su momento, sino que incluso votaron con entusiasmo por Donald Trump, a sabiendas de que endurecería las políticas migratorias.
Otros, tal vez no imaginaron que eliminaría programas como el parole humanitario, que frenaría el CBP One, que cancelaría visas y paroles familiares o que llegaría al extremo de ordenar arrestos y deportaciones que hoy ellos mismos consideran injustas. O que, como en el caso de votantes republicanos que conozco, le terminaran deportando a un familiar sin comerla ni beberla a la isla. Esa ceguera política —o poca luz, si se quiere— está pasando la factura y causando desmemoria en algunos. Repito: en algunos, que no son pocos, es verdad.
La paradoja es más amarga cuando recordamos que no pocos beneficiarios de I-220A se manifestaron en las calles en aquellos días de euforia electoral, respaldando al mismo político que ahora les cierra la puerta. Nada raro. Más extraño resulta que cubanos con I-220A jamás fueron a apoyar a los pocos I-220A que se manifestaron, por ejemplo, en el Versailles. ¿Ir Washington? Ni de coña. Los cubanos a la hora de apoyar lo pensamos quinicientas veces.
En otra época, gente que no hubiese tenido que ver nada con ellos, hubiese ido a apoyarlos, pero… Ya lo sabemos: en las recientes oleadas migratorias han llegado personas dispuestas, sobre todo, a aprovecharse al máximo de beneficios sociales, con poco interés en integrarse, trabajar o respetar las reglas. Esa percepción ha dejado cicatrices en la comunidad y el exilio, que ya arrastra décadas de divisiones, se ha fracturado más. Actualmente lo que tenemos es una mezcla de desconfianza y cansancio mutuo, que va erosionando la idea de solidaridad automática entre cubanos.
La indiferencia también se ha vuelto un hábito de este lado del Estrecho de la Florida. Muchos, absorbidos por las presiones del trabajo o de la vida diaria, se mantienen al margen de cualquier iniciativa de apoyo en redes sociales. Otros, con más tiempo, decepcionados por lo que ven y escuchan, también. En paralelo, los medios tradicionales amplifican los casos delictivos cometidos por migrantes, resaltando la palabrita, INMIGRANTE, y las propias agencias bajo el paraguas del DHS los exhiben para justificar detenciones y deportaciones.
Lo irónico es que, si la marea política cambia, los demócratas podrían sacar rédito del descontento. Pero…, recordemos que ellos tampoco ofrecieron alternativas reales de legalización para quienes se encuentran en este limbo. ¿Qué se le puede reprochar ahora a Marco Rubio como cubanoamericano, digamos, si del otro lado, Alejandro Mayorkas —también cubanoamericano, con la potestad de actuar— no hizo nada por respaldar a sus coterráneos, gente que, como sus propios padres, llegó a Estados Unidos buscando libertad?
En parte, los demócratas cargan con la responsabilidad del caos fronterizo en los últimos cuatro años, y con haber permitido que, entre quienes cruzaron, haya personas que representaron o apoyaron al régimen cubano, e incluso individuos con historial criminal dudoso.
Uno de esos casos se conoció apenas hace días. Ahora se puso más interesante. Nos referimos a Rafael Insua, directivo del difunto ICRT en la isla, señalado por haber colaborado con el gobierno cubano, y que ya solicitó la residencia bajo la Ley de Ajuste Cubano en una oficina del Doral, según reveló ayer en exclusiva el periodista Mario J. Pentón.
nota relacionada: Ex director de Cubavisión Rafael Insua vive en Miami a espera de Ley de Ajuste Cubano
Al final, este es el reflejo de un exilio que no termina de reconocerse en su propia historia. La fractura entre recién llegados y establecidos, entre quienes piden ayuda y quienes alguna vez la recibieron, se profundiza a golpe de errores políticos y desconfianza mutua. Tal vez el problema no sea solo la dureza de las políticas migratorias, sino esa tendencia tan cubana de olvidar que, tarde o temprano, todos podemos necesitar que alguien nos abra la puerta.
Así que, de qué vale tirarnos entre unos y otros, los unos acusando de «trumpistas» a los otros; los otros acusando de «comunistas» a los primeros.
Un repaso a las reglas del juego migratorio para los cubanos
Desde 1966, la Ley de Ajuste Cubano marcó un precedente único en la política migratoria de Estados Unidos: cualquier cubano que pisara territorio estadounidense, de forma legal o irregular, podía solicitar la residencia al cabo de un año y un día. Durante décadas, esa ley funcionó como salvavidas político y humanitario, reflejando la posición de Washington frente al régimen de La Habana.
El gobierno de Biden, pese a retomar programas como el parole humanitario en 2023, mantuvo buena parte del andamiaje restrictivo, y no impulsó cambios legislativos para otorgar protección o estatus permanente a quienes llegaron con I-220A o I-220B. En la práctica, muchos de esos migrantes viven en un limbo: con permisos temporales que no conducen a la residencia y bajo la amenaza constante de detención o deportación.
Esa trayectoria histórica demuestra que, más allá de colores partidistas, la política migratoria hacia los cubanos se ha ido endureciendo de manera sostenida. Lo que antes fue un privilegio casi automático, hoy es un terreno lleno de obstáculos legales y políticos, donde el apoyo de la comunidad —cuando existe— puede marcar la diferencia entre quedarse y ser expulsado.





