Un testimonio difundido en su perfil de Facebook por la activista cubana Irma Lidia Broek reabrió una herida conocida desde la pandemia de Covid-19: la manipulación de las causas de muerte en Cuba. En un post publicado, Broek asegura que, por segunda vez en tres días, familiares han recibido certificados donde el fallecimiento de un joven de 35 años se consigna como “infarto masivo”, pese a que llevaba dos días con “un virus” de alta circulación. La madre relata que su hijo padecía epilepsia, se descompensó de forma súbita y, aunque en el hospital Fajardo se aplicó el protocolo de reanimación, murió minutos después.
La conversación que siguió en redes acumula decenas de mensajes que describen cuadros similares: fiebre alta, dolores articulares, taquicardia, erupciones cutáneas y, a las horas o pocos días, paro cardíaco. Para Broek y muchos lectores, el patrón recuerda lo ocurrido con la covid-19: se firmaban certificados por “neumonía”, “insuficiencia respiratoria” o “paro cardiorrespiratorio”, sin atribuir la defunción a la infección que precipitó la cadena clínica.
El punto crítico, huelga aclararlo aquí, no es semántico, sino sanitario. En epidemiología, la causa básica de muerte es la enfermedad que inicia el proceso que conduce al deceso, aunque en el certificado deban anotarse también las causas intermedias y la causa inmediata. Si un paciente con comorbilidades —epilepsia, hipertensión, cardiopatías— cursa un dengue, un chikungunya u otra virosis y muere por un infarto o por una arritmia fatal, el estándar internacional exige consignar la infección como causa básica si fue el detonante del evento. Cuando se registra solo “infarto” o “paro”, se borra de la estadística el papel del virus y se distorsiona la vigilancia: descienden los fallecidos “por dengue” o “por oropouche”, caen artificialmente los indicadores.
Los relatos compartidos tras la denuncia de Broek dibujan un cuadro compatible con esa distorsión. Varias personas describen muertes súbitas precedidas por fiebre y dolor torácico, hipertensión o taquicardia, y familias que reciben explicaciones inconexas: “neumonía oculta”, “infarto”, “trombos”, sin confirmación virológica o pruebas de laboratorio a mano.
La precariedad hospitalaria —déficit de reactivos, falta de PCR o test rápidos, funerarias sin electricidad— es el contexto que facilita el atajo: ante la imposibilidad de confirmar el agente, se certifica por la complicación final y se evita engrosar la estadística de brotes.
El resultado es doblemente dañino. Para las familias, deja la sensación de que la muerte “no cuenta” y niega el derecho a una explicación completa. Para el sistema, impide ver a tiempo dónde están los focos y cuántas vidas está cobrando la circulación de virus transmitidos por mosquitos u otros agentes.
En perspectiva histórica, quizá las únicas cifras del Ministerio de Salud Pública (MINSAP) que resistieron el escrutinio público fueron las del gran brote de dengue de 1981, cuando el gobierno cubano reconoció oficialmente más de 300 000 contagios y un centenar de muertes, la mayoría de niños. Aquel episodio fue además politizado desde el inicio: las autoridades culparon a Estados Unidos de haber introducido deliberadamente el virus Aedes aegypti como parte de una operación biológica.
Esa versión se mantiene hasta hoy en el discurso oficial, aunque nunca se ha presentado evidencia concluyente que la respalde y la comunidad científica internacional no la ha corroborado.
Lo indiscutible es que, a diferencia de los años recientes, en aquella ocasión el régimen necesitaba mostrar control y capacidad de respuesta, y eso implicó reconocer la magnitud real de la epidemia, mientras jugaba al papel de «víctima» y culpaba a «su enemigo».
Desde entonces, las cifras sanitarias en Cuba se han vuelto cada vez más opacas, sujetas a la conveniencia política del momento y a la obsesión por preservar una imagen de “sistema eficiente” incluso cuando los hospitales se vacían de recursos y los laboratorios carecen de reactivos para decir la verdad.





