Ya no hay que darle más vueltas: el idilio se acabó. El trato preferencial a los cubanos en materia migratoria en Estados Unidos se está desmoronando a ojos vista, y lo peor es que lo hace con una frialdad quirúrgica. El programa de parole humanitario, que permitía a los cubanos entrar legalmente gracias a un patrocinador y comenzar desde cero con un poco de dignidad, ha sido cancelado por la administración Trump sin miramientos.
Y no, esto no es solo un asunto de política. Esto es un terremoto para decenas de miles de personas que llegaron aquí huyendo de una dictadura, apostando todo a un país que históricamente vendió la imagen de ser refugio de libertades. Ahora, muchos enfrentan órdenes de deportación sin haber cumplido siquiera un año de presencia física. Se acabó el juego.
Casos como el de Lázaro Yuri Valle y su esposa Eralidis Frómeta, activistas con una trayectoria pública de oposición al régimen cubano, son la muestra más cruda de este nuevo capítulo. Llegaron con papeles, con el aval de USCIS, con sus historias documentadas por medios y ONGs. Aun así, ya tienen orden de abandonar el país antes del 25 de abril. ¿Qué se supone que hagan? ¿Volver a Cuba para ser detenidos en el aeropuerto?
Los que entraron con el famoso I-220A están aún peor: una figura legal que no cuenta como admisión válida para la Ley de Ajuste Cubano, aunque se usó masivamente para permitir el ingreso al país. Traducido: están en un limbo legal con fecha de expiración.
Ahora bien, ¿cómo llegamos a este punto?
La respuesta no es sencilla, pero hay que decirlo: una mezcla tóxica de desorganización migratoria, abuso de beneficios, y una narrativa creciente —y peligrosamente generalizante— que asocia migración con crimen, ha abonado el terreno. Hubo quienes llegaron con parole, y apenas les dieron los papeles, se fueron de vacaciones a La Habana. Otros llegaron y presumieron en redes sociales del “negocio redondo” de venir a Estados Unidos con ayuda gubernamental. Y aunque son una minoría, la imagen quedó sembrada.
En el entorno cercano, al menos conozco tres casos de dos personas que terminaron rechazando a quiénes acogieron en sus casas. En dos de esos casos, los trajeron por el Parole.
Esto, aunque parezca anecdótico, es apenas una pincelada de una realidad que se repite cada vez más: el choque entre cubanos recién llegados y aquellos que ya están establecidos en Estados Unidos. El desencanto no tarda en aparecer cuando los nuevos migrantes traen prácticas que resultan chocantes: música alta a cualquier hora, falta de respeto a normas básicas de convivencia, y una visión del trabajo más enfocada en «resolver» que en integrarse realmente a la sociedad.
Pero el malestar va más allá del ruido o las fiestas improvisadas. Hay quienes llegan mintiendo sobre su pasado en Cuba, ocultando vínculos con la represión, y luego aplican al asilo político con el mismo cinismo con el que usan food stamps… y regresan de visita a la isla al año y un día. Es una burla al sistema y a quienes de verdad han sufrido persecución política.
El resultado: un creciente rechazo dentro de la propia comunidad cubana, donde el discurso cambia del «vamos a ayudarlos» al «que se vayan de mi casa». Y con razón. Porque no se trata solo de emigrar, sino de merecer el refugio, de respetar al país que te da cobijo, y también a los que llegaron antes.
Resultado: gente que termina criminalizando a su propia familia o amigos. Extendiendo esa criminalización a los demás y (lo peor) creen que es lo correcto.
La política migratoria de Biden
En paralelo, la política migratoria de Biden fue, en el mejor de los casos, caótica. Abrieron las puertas sin tener un plan a largo plazo. No hubo suficientes recursos ni coordinación. Y en ese contexto, los republicanos lo tuvieron fácil: pintar esto como una “invasión” y aplicar la tijera. Trump, fiel a su estilo, simplemente hizo lo que le convenía políticamente: cortar y prometer deportaciones masivas como si estuviera jugando a ser Eisenhower versión 2025.
Ahora, la ola arrastra a todos: al exiliado político que se jugó la vida saliendo de Cuba, al joven que entró por CBP One con sueños de estudiar y trabajar, y a la madre que vino a reunirse con sus hijos. Todos bajo la misma lupa. Todos con la misma amenaza encima.
Y mientras eso pasa, una parte importante del exilio cubano en Miami —ese mismo que vivió en carne propia el drama migratorio hace décadas— aplaude desde la grada. Es decir, muchos están apoyando las políticas que están poniendo en jaque a sus propios compatriotas.
¿Contradictorio? Sí. ¿Sorpresivo? No. La memoria colectiva es corta, y el oportunismo político no tiene bandera.
La verdad es que esto no se arregla con declaraciones de organizaciones ni con hilos en Twitter. Esto necesita realismo. Si Estados Unidos quiere un sistema migratorio serio, tiene que dejar de usar a los migrantes como comodines de campaña. Y los cubanos, especialmente los recién llegados, deben entender que ya no hay trato VIP. Aquí, como en la vida, el que abusa, paga.
El idilio se acabó. Y lo que viene ahora es sobrevivir —otra vez— pero en territorio que, hasta hace poco, muchos creían tierra prometida.
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