Son soluciones posibles, técnicas, éticas y urgentes. Falta la decisión política de ejecutarlas antes de que el cansancio de la espera vuelva a ser la única cama de los damnificados.
En medio de la emergencia provocada por el huracán Melissa, cuando aún se contabilizan más de 76 000 viviendas dañadas y más de 4 700 derrumbes totales, el país vive una paradoja que se repite: existen fábricas, talleres, materiales y donaciones millonarias disponibles, pero no una articulación efectiva que convierta esos recursos en respuestas concretas para quienes lo han perdido todo.
Ante esa inercia oficial, ciudadanos, arquitectos, periodistas y profesionales han comenzado a proponer —desde las redes y la práctica— soluciones precisas para lo que la burocracia define como “recuperación” y la gente llama simplemente tener un techo y una cama donde dormir.
Si el estado se está literalmente rompiendo la cabeza para de verdad darle solución a los problemas – y no darle largas como han hecho con problemas que arrastran desde el huracán Ike, por ejemplo – un cálculo matemático muy prágmatico aseguraría que, con los 74 millones que dio la ONU
Yulieta Hernández Díaz ha sido una de las voces más consistentes en este esfuerzo colectivo. Desde su perfil, convirtió la denuncia en plan de acción:
“Hay soluciones viables —dice—, lo que falta es empatía, humanidad, ética, voluntad y acción”. Su hoja de ruta parte de algo elemental: si el Estado dice que “no hay camas”, lo que corresponde es activar las capacidades productivas que ya existen. En Las Tunas, dentro de la propia zona afectada, se encuentra la empresa Muebles Ludema, responsable del mobiliario de hoteles como el Packard, el Manzana Kempinski o el de 3ra y 70. Con las donaciones internacionales ya recaudadas, sería posible cubrir los costos de materias primas y reconvertir esa línea de producción hacia la fabricación de camas, bases y muebles para los damnificados.
La propuesta se amplía con el complejo Dujo, conglomerado de entidades que producen mobiliario para el sector turístico.
La propuesta «hotelera».
Si de verdad se ha decidido “detener la inversión hotelera”, como repiten los discursos, ahí está parte de la respuesta: utilizar esa infraestructura, tecnología y mano de obra para resolver las urgencias habitacionales.
También puede sumarse la empresa mixta Konfort, en Boyeros, dedicada a colchones y accesorios del descanso; y la fábrica de muebles de Trinidad, adscrita a la Empresa de Muebles e Industrias Locales Varias (EMI), que abastece las instalaciones turísticas de esa villa. Son industrias cubanas con experiencia en series grandes, capacidad instalada y personal especializado, que podrían responder rápidamente si se les libera de trabas administrativas y se les financia con los fondos disponibles.
A ese plan de producción interna se agregan medidas inmediatas: utilizar los avituallamientos hoteleros como recurso de emergencia. Cada año, los hoteles cubanos renuevan camas, colchones, sábanas, toallas, cortinas y mobiliario, parte del cual queda almacenado o se descarta por rotación. Redirigir solo un 1% de esas reservas hacia las zonas afectadas —con un protocolo claro de distribución— aliviaría las carencias más urgentes sin comprometer la operación turística. No se trata de detener el turismo, sino de priorizar el derecho elemental al descanso y la salud en contextos de desastre.
El economista William Sosa ha complementado esa mirada con un mapa de capacidades productivas que pocos conocen. En Fomento, la fábrica Colchones Renacer trabaja con tecnología moderna y materia prima importada, alcanzando estándares comparables a los del Primer Mundo.
A ella se suman plantas en La Habana (Konfort), Mayabeque, Las Tunas, Isla de la Juventud y varios talleres locales de reparación y confección artesanal.
“Hay colchones y hay camas —resume Sosa—, lo que falta es iniciativa”. Su diagnóstico coincide con el de Hernández Díaz: no hay carencia material, sino desconexión entre las estructuras productivas y la emergencia social.
La propuesta más práctica y rápida: comprar una casa
Además de fabricar, Sosa propone una alternativa rápida y de bajo costo: comprar casas en venta utilizando fondos de seguridad social. Si tenemos en cuenta que construir una casa requiere tiempo y recursos, y que el valor promedio de una casa ya terminada en esa zona del país no debe sobrepasar los 4 mil dólares (quizás hasta bastante menos), ¿no resulta más práctico?
Es una medida inmediata, aplicada ya en otros contextos de crisis, que permitiría entregar viviendas listas a familias con derrumbes totales, mientras se desarrollan las soluciones definitivas. “Comprar en vez de esperar” resume un principio operativo que podría implementarse sin nuevas inversiones, solo con decisión administrativa.
Las soluciones modulares también están sobre la mesa, y también la trajo al ruedo Yulieta Díaz.
Según señaló, en la península de Ramón de Antilla, Holguín, se levanta una planta destinada originalmente a la construcción de hoteles de un polo turístico. Esa infraestructura, con capacidad para fabricar hasta 70 módulos completos al mes, puede reconvertirse en núcleos habitacionales básicos: módulos de 9 a 40 metros cuadrados con baño y cocina integrados, resistentes a huracanes e inundaciones, habitables desde el primer día y ampliables por esfuerzo propio.
La iniciativa fue estudiada por universidades y centros de investigación cubanos, y avalada por empresas como Vértice de Holguín, especializadas en proyectos turísticos y habitacionales. En vez de esperar materiales importados o donaciones extranjeras, se podría producir localmente con rapidez y eficacia.
La comparación internacional refuerza esa línea. Proyectos europeos, como los de Kubox Modular en España, muestran cómo las viviendas sociales modulares pueden desplegarse en semanas para responder a catástrofes naturales. En esos modelos se combinan rapidez, sostenibilidad y resiliencia: estructuras prefabricadas, energía solar, refuerzo de puertas y ventanas, y criterios de redensificación urbana que aprovechan terrenos ya servidos, reduciendo riesgos futuros. En Cuba, donde los desastres se repiten cíclicamente, una política similar significaría pasar de la improvisación a la previsión.
Las cifras son contundentes: 76 689 viviendas afectadas, 4 743 derrumbes totales, 10 311 con daños estructurales, 12 056 con techos destruidos y casi 48 000 con afectaciones parciales. Solo 2 190 techos se han recuperado hasta ahora.
Ante esa magnitud, Hernández Díaz y Sosa coinciden en un principio básico: no tiene sentido comercializar los materiales a quienes lo han perdido todo. El anuncio de venderlos con un subsidio del 50% es, además de injusto, inviable. Los salarios actuales no permiten cubrir ni una décima parte de esos costos. Los fondos de cooperación internacional deben destinarse a reparar, no a vender, y el Estado debe asumir que reconstruir después de una catástrofe no es un negocio, sino una obligación.
En paralelo, fábricas como Metuna (Las Tunas) y Alumec (Manzanillo) pueden producir techos, estructuras y carpintería de aluminio para miles de viviendas si se les integran a un esquema de respuesta territorial. Ambas se encuentran dentro del área afectada y cuentan con vías férreas y puertos cercanos para recibir insumos sin depender de intermediarios nacionales. Reactivar esas capacidades locales reduciría costos logísticos y aceleraría la entrega de materiales, pero requiere coordinación y transparencia, dos recursos escasos en la gestión cubana.
El debate que se ha abierto no es solo técnico. También es ético. Hernández Díaz insiste en que la ayuda no debe convertirse en espectáculo, que los rostros del dolor no son material narrativo ni recurso político. Mostrar la pobreza sin usarla implica reconocerla como urgencia y no como postal. Esa ética de la mirada se traduce, también, en una ética de la gestión: dejar de hablar de porcentajes y cifras abstractas para priorizar acciones medibles, visibles y verificables.
Las experiencias pasadas, como las viviendas de madera y asbesto levantadas tras el huracán Irma en 2017, recuerdan el peligro de repetir ciclos de emergencia sin soluciones duraderas. Los expertos reclaman que las nuevas construcciones incorporen criterios de resiliencia estructural y acompañamiento técnico de arquitectos e ingenieros, para que cada casa reconstruida sea también una prevención futura.





