Entre la tarde del 28 de octubre y la madrugada del 29, mientras Melissa apretaba el paso hacia el oriente de Cuba y las sirenas se mezclaban con ráfagas y lluvias, se hizo más visible una grieta que venía creciendo: la distancia entre lo que la gente necesita y lo que la dirigencia ofrece.
Mientras en Guantánamo, el Consejo de Defensa anunció la prohibición de circulación desde las seis de la tarde, una medida dura pero esperable ante un ciclón mayor, en paralelo, se difundían imágenes de “varentierra”, refugios rústicos supervisados por cuadros del PCC como solución de última hora para la evacuación.
Horas antes habían anunciado el «saneamiento» en las cuevas de Yateras, dejando para la inmortalidad la estampa de precariedad en que viven los cubanos en la isla. Esta quedó fijada en redes y notas oficiales, con muchísima gente preguntándonse si es que en la cabeza de toda esa cúpula de dirigentes existe al menos un dedo de frente que les diga: «esto yo mejor no lo hago público».
La electricidad, que en cualquier emergencia es la línea umbilical con la información y los socorros, se cortó de raíz.
Horas antes la Unión Eléctrica habría dicho que priorizaría al Oriente de Cuba antes de la llegada del huracán, para que aquellos pobladores que estarían luego días desconectados, aprovecharan al máximo la energía eléctrica. Sin embargo, lo que hizo la Unión Eléctrica fue desconectar todo el oriente del sistema nacional. De aquello que prometieron nada.
Fue una dirigente del PCC en Granma quien admitió que no habría manera de priorizar a esas provincias, porque a la Unión Eléctrica al parecer se le olvidó o simplemente se avergonzó de no haber podido cumplir con lo prometido. “Se van a desconectar las termoeléctricas”, dijo la dirigente partidista de Granma, en un mensaje que fue tan transparente como brutal para quienes iban a pasar la noche entre ráfagas y crecientes.
A esa misma hora, La Habana ofrecía un contrapunto que encendió la indignación aún más: Miguel Díaz-Canel encabezó un acto político con estética de normalidad institucional, justo cuando Santiago y Guantánamo ajustaban clavos de techos y embalaban documentos personales antes del golpe de viento. La escena alimentó la percepción de que la ceremonia pesa más que la urgencia.
Díaz-Canel afirmó que Cuba “no es un Estado fallido” y la réplica ciudadana llegó como un latigazo. En plena emergencia por Melissa, CiberCuba recogió una oleada de comentarios que voltearon la frase y la convirtieron en diagnóstico: “no es un Estado fallido, es un país fallecido”. Los reproches apuntaron al deterioro de servicios básicos, a la improvisación ante desastres y a la distancia entre el discurso y la vida diaria, justo cuando el oriente enfrentaba evacuaciones, crecidas y apagones.
El contrapunto se avivó con otra declaración: “¿Qué Estado fallido haría todo lo que hacemos?”, dijo el gobernante para defender su gestión. La misma jornada mostró, sin embargo, escenas que alimentaron el sarcasmo: provincias enteras desconectadas, refugios precarios y un paquete “de apoyo” para ancianos en Santiago que incluía una lata de sardinas, un paquete de espaguetis y hasta cigarros. En redes, muchos usaron esas imágenes como respuesta directa a la consigna oficial.
La indignación creció cuando, con la alerta ciclónica encendida, el mandatario encabezó un acto político en La Habana. Para sus críticos, fue la prueba de una prioridad invertida: más ceremonia que logística. El resultado fue un coro de ironías, memes y testimonios que, ante la negación del “Estado fallido”, devolvieron una fotografía social más cruda que cualquier parte oficial.
El manejo de los recursos añadió más ruido. Con el ciclón aún sin tocar del todo la isla, el gobierno anunció cuentas para donaciones. La reacción ciudadana, recogida en foros y comentarios, pidió rutas directas a los damnificados y desconfió de intermediaciones estatales, un reflejo del desgaste acumulado tras años de crisis y promesas. En paralelo, Alemania comunicó un aporte de 330 mil dólares y la discusión pública giró, otra vez, a cómo garantizar trazabilidad y entrega efectiva. Noruega ya había dado 400 mil.
En cuanto esa información salió a la luz, la conversación ciudadana volvió al centro del problema: la transparencia. Porque mientras el gobierno repartía módulos de emergencia como si fueran resultado de un esfuerzo propio, la realidad financiera mostraba otra cara.
Las reservas que ahora se liberan no son fruto de una holgura interna repentina, sino de aportes externos que están entrando para sostenerlas. En la lectura pública, la operación es tan sencilla como una suma: lo que llega del extranjero permite que el Estado entregue, sin reconocer plenamente de dónde sale. Y esa falta de claridad —en un momento en que la gente necesita confiar— es también parte de la emergencia.
En el terreno, los relatos fueron menos abstractos. Vecinos desmontando planchas para que no salieran volando, colas frente a tiendas que vendían lo poco que quedaba y un dato frío que reveló la escasez: la responsable del PCC en Granma reconoció que estaban vendiendo una libra de arroz por consumidor ante la cercanía del huracán. La suma de medidas preventivas llegó tarde para algunos y pareció insuficiente para muchos.
Con el amanecer del 29, Melissa ya había tocado tierra por Guamá con vientos cercanos a 200 kilómetros por hora, y el discurso oficial insistía en la épica de la resistencia mientras la gente pedía información clara, órdenes coherentes y ayuda tangible. La decisión de desconectar provincias completas, la apelación a refugios rurales improvisados y las puestas en escena políticas durante la alerta pintaron un cuadro incómodo: la emergencia expuso, sin maquillaje, un ecosistema de gestión que prioriza la narrativa antes que la logística.
Cuando el viento afloje y se cuenten los daños, quedará pendiente una rendición de cuentas que no es meteorológica. Los cubanos que pasaron la noche a oscuras, con el teléfono mudo y la despensa contada, no discuten la necesidad de medidas excepcionales ante un categoría mayor; discuten la forma, la preparación y la empatía de quienes las toman. En ese cruce —menos ideológico que cotidiano— se juega la legitimidad de una dirigencia que, en la hora crítica, volvió a hablar más alto que a escuchar.



















