La economía cubana es ahora una especie de animal herido que reacciona por instinto. Nada funciona según reglas claras y, sin embargo, todo el mundo sabe cómo moverse: mirar el precio del dólar cada mañana, calcular si hoy se come carne o pan, decidir si vale la pena caminar hasta el mercado porque los precios cambian en horas. Nada de eso lo recoge la narrativa oficial, que asegura que la inflación “se ha moderado”.
Moderada. La palabra se repite en entrevistas, en notas del Banco Central, en conceptos que suenan científicos con promesas del pronto establecimiento de un mercado cambiario estable. Pero ahí afuera la vida transcurre en otra dimensión: la del salario que se evapora, la del huevo que dobla su precio en una semana, la del aceite que aparece dos días y luego se esconde un mes. Lo que el Estado llama “moderación” es, en la vida real, una especie de agónico sostenimiento a base de inventos.
En medio de ese caos aparece el conflicto con El Toque, el medio que el régimen ha decidido convertir en chivo expiatorio de todos los males económicos acumulados durante años. Lo acusan de manipular la tasa informal del dólar, como si el valor real de la moneda dependiera de un post y no de la suma de crisis estructurales, falta de confianza y ausencia de producción. Economistas independientes lo dijeron claro: culpar a un medio es grotesco, infantil y revela pánico en las alturas.
Pero mientras el discurso oficial busca responsables imaginarios, el país vive otra realidad: las personas cazan aves, gatos e iguanas para sobrevivir. No es una metáfora ni un rumor. Es una práctica extendida, documentada, desesperada. La frontera entre lo posible y lo impensable se ha borrado, y el instinto de sobrevivencia venció cualquier otro código.
En este escenario, el dólar sube, baja, se estabiliza por horas y vuelve a trepar. La gente ya ni pregunta por qué: lo acepta como un clima inestable, algo que cambia sin aviso. El MLC, por su parte, parece un termómetro de ansiedad: si sube, es porque la escasez se intensifica; si baja, es porque la incertidumbre aprieta.
Cada familia hace lo que puede. Hay quienes viven de remesas; otros dependen de lo que logran revender; otros se vuelven expertos en trueque. Cada esquina parece una versión en miniatura de la economía nacional: alguien ofreciendo cigarros por aceite, alguien cambiando arroz por pastillas para la presión, alguien negociando un par de zapatos por un paquete de pollo.
La narrativa oficial, con sus promesas de “recuperación”, queda cada vez más lejos del país real. No se trata ya de falta de confianza; se trata de falta de vida concreta en las palabras oficiales. No describen nada. No contienen nada. Son sonidos vacíos que rebotan en una población agotada.
Y sin embargo, la gente sigue. Una señora vende tamales a la puerta de su casa aunque solo gane para comprar maíz. Un muchacho aprende a arreglar motos y lo convierte en ingreso. Un padre se queda sin dormir para cazar una oferta de madrugada. La economía cubana sobrevivirá mientras sobrevivan ellos, no al revés.





