El caso de este cubano deportado a Esautini expone grietas en los procesos de deportación que encabeza la administración Trump, de la que Roberto Mosquera era (o es) fan.
La historia de Roberto Mosquera podría sonar a ficción burocrática si no hubiese nombres, fechas y un punto en el mapa tan improbable como Esuatini, lugar a dónde este cubano fue enviado.
Mosquera, cubano que emigró a Estados Unidos hace casi medio siglo, acudió en junio a su chequeo anual con las autoridades migratorias en el sur de Florida y terminó detenido por ICE. Días después, su familia supo que no estaba en Miami ni en un vuelo a La Habana: estaba recluido en una prisión de máxima seguridad al sur del continente africano, en un país con el que no lo une vínculo alguno. La secuencia sacudió a su hija, que vio cómo en redes oficiales lo presentaban como asesino, una etiqueta que los registros públicos no sostienen, señala The Daily Beast, que agrega un dato: Mosquera simpatiza con Donald Trump.
El expediente judicial disponible recoge un episodio de 1988, cuando Mosquera, entonces adolescente y vinculado a pandillas, disparó a un hombre en la pierna.
Fue condenado, cumplió nueve años y, según su entorno, rehízo su vida como plomero y padre dedicado. No hay una condena por homicidio ni un proceso por asesinato que justifique el rótulo difundido por una alta funcionaria del Departamento de Seguridad Nacional en la plataforma X, que ya sabemos que a cada rato meten el delicado pie.
El error, sin embargo, no es menor: es la diferencia entre el interés público por custodiar a un homicida y el deber del Estado de no difamar a un ciudadano en procesos administrativos que ya de por sí afectan derechos básicos.
La deportación a Esuatini no fue un caso aislado. Según la reconstrucción periodística, al menos otros cinco hombres fueron enviados en el mismo esquema, que la pieza describe como un arreglo discreto impulsado en la etapa de Donald Trump para expandir la capacidad de transferir deportados a terceros países africanos.
La autoridad penitenciaria esuatiní sostiene que no recibió solicitudes formales para repatriaciones de esos individuos, una contradicción que agrava la sensación de opacidad. Mientras tanto, solo uno de los detenidos habría recuperado la libertad desde julio; Mosquera, en cambio, inició una huelga de hambre el 15 de octubre para exigir atención médica y acceso legal.
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Más allá del caso singular, la pregunta es sistémica: ¿cómo se decide el destino final de una persona bajo custodia migratoria y qué salvaguardas existen para evitar errores que arruinen una vida?
El traslado a un país tercero sin nexos aparentes y sin cargos locales conocidos abre un vacío de garantías en el que la familia no sabe a quién reclamar ni bajo qué jurisdicción protegerlo. La defensa en Estados Unidos exige una actualización inmediata sobre su estado de salud y un encuentro con abogados en Esuatini. Mosquera puede ser, para la estadística, un número más en un sistema que muele expedientes; para su hija, es su padre, y lo que pide es básico: verdad, debido proceso y que el Estado enmiende su propia palabra cuando se equivoca.



















