Caso Samantha Espineira–Sandro Castro: misoginia con apellido y desprecio al dolor cubano

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Lo ocurrido entre la influencer cubana Samantha Espineira y Sandro Castro no puede leerse como una simple polémica de redes ni como un cruce banal entre figuras públicas. Estamos ante un episodio que condensa varias capas de violencia: contra una mujer que se atreve a poner límites y contra un pueblo entero al que se trivializa desde el privilegio, con un lenguaje heredado de décadas de desprecio y deshumanización.

Cuando Sandro Castro afirmó públicamente haber tenido una relación sexual con Espineira, sin consentimiento y sin pruebas, activó un mecanismo viejo y conocido: el uso del cuerpo y la sexualidad de una mujer como moneda simbólica. No importa si el hecho ocurrió o no (ella lo niega de forma categórica), lo relevante es que él se arroga el derecho de narrarla sexualmente ante una audiencia masiva. Eso ya constituye una forma de violencia: convertir la intimidad femenina en espectáculo, imponer una versión y obligarla a defenderse.

La reacción de Samantha fue directa y acompañada de asesoría legal. Negó los hechos, explicó el origen del contacto entre ambos y dejó claro que no acepta ningún vínculo con personas asociadas a la dictadura cubana. En cualquier escenario democrático, ese debería haber sido el punto de cierre. Sin embargo, lo que siguió fue una escalada de burlas, insultos y descalificaciones que revelan un patrón profundamente misógino.

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El discurso de Sandro Castro no discute argumentos ni hechos. Ataca a la mujer. La infantiliza con diminutivos, desacredita su credibilidad y la acusa de “buscar fama”. Es el castigo clásico a quien se sale del rol esperado: cuando una mujer dice “no”, cuando se defiende, cuando acude a la ley, se convierte automáticamente en objeto de ridiculización pública. La violencia no está solo en lo que se dice, sino en el mensaje implícito: defenderte tendrá consecuencias.

La misoginia heredada no siempre se expresa como odio explícito. A veces se manifiesta como desdén, como chiste, como condescendencia. “No te sientas mal”, “mi chiquitica”, “admite la verdad”. Son frases que no buscan debatir, sino disciplinar. Recordarle a la mujer su lugar: abajo, callada, agradecida o ridiculizada.

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Hay, además, un elemento clave: la impunidad. Durante décadas, el poder en Cuba enseñó que ciertas personas podían decir y hacer lo que quisieran sin consecuencias reales. Ese aprendizaje se transmite. Cuando Sandro Castro se burla de la posibilidad de una demanda por difamación, no habla solo desde el ego juvenil, sino desde una genealogía de privilegio donde la ley nunca fue un límite, sino una herramienta selectiva.

Pero este episodio tiene una capa adicional que no puede ignorarse, especialmente para quienes conocen la realidad cubana desde dentro o desde el exilio. Samantha “está más apagada que las provincias orientales”, dijo Sandro. No solo la humilló y la instrumentalizó, tal y como hacía su abuelo con las mujeres en la política. Se burló también, de forma cruel, de una tragedia cotidiana que afecta a millones de cubanos.

Los apagones en Cuba como recurso de humillación

Los apagones en el oriente del país no son una metáfora graciosa ni un recurso retórico inocente. Son hambre, calor, hospitales colapsados, niños sin dormir, ancianos sin electricidad para equipos médicos. Usar esa realidad como insulto revela un desprecio profundo hacia el pueblo que su familia gobernó (y gobierna) sin rendir cuentas. Es una frase cargada de clasismo, cinismo y desconexión total con el sufrimiento real.

Ese desprecio no surge de la nada. Es heredado. Es parte de una lógica de poder que durante décadas ha mirado al pueblo cubano desde arriba, banalizando la escasez, normalizando la precariedad y convirtiendo el dolor colectivo en chiste privado. Que hoy se exprese en Instagram no lo hace menos grave; al contrario, lo expone con crudeza ante millones de personas.

Este caso muestra cómo se cruzan distintas violencias: la de género y la social, la simbólica y la política. Una mujer es atacada por decir su verdad, y un país es ridiculizado por su miseria estructural. Todo desde una posición de privilegio masculino, económico y simbólico. Lo que está en juego aquí no es solo la reputación de una influencer, sino el mensaje que se envía: que se puede mentir sobre una mujer, humillarla públicamente y, de paso, burlarse del sufrimiento de millones de cubanos. Todo sin consecuencias.

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