En Cuba, muchas veces el activismo no se paga con premios ni con agradecimientos, sino con el acoso constante, el hostigamiento sistemático y el miedo como rutina. Para no hablar aquí, pues nos extenderíamos demasiado, del descrédito que proviene de parte de otras figuras opositoras y disidentes.
Todo eso junto, como un 3 en 1, ha sido la experiencia de vida de Yamilka Lafita Cancio, más conocida por los cubanos como Lara Crofs, una activista cubana cuya única “culpa” ha sido hacer labor humanitaria, denunciar injusticias y exigir derechos.
Desde hace meses, pero con una intensidad escalofriante en las últimas semanas, Lara ha documentado en redes sociales los mecanismos de presión que el Estado cubano ha ejercido contra ella: desde vigilancia física en su barrio hasta actos de vandalismo dirigidos a forzarla a salir de su casa, como ella misma explica en este video.
No se trata de un delirio conspiranoico: el videoportero de su vivienda fue literalmente destrozado con lo que parece ser un martillo. En su cuadra hay ocho porteros más; sólo el suyo fue destruido. Como bien dijo: “ahora estoy ciega, no podré ver quién está fuera de la reja y tendré que exponerme a abrirla”.
Y esa vulnerabilidad no es circunstancial. Es una estrategia.
Días antes, Lara había sido citada por el jefe de sector de la Policía Nacional Revolucionaria, a través de otro oficial que acudió a su vivienda. Ella no abrió la reja, pero dejó claro en su publicación que no acudirá a ninguna citación policial, sobre todo “después de lo sucedido ayer”.
A través de un patrón que se ha repetido con activistas como ella, el régimen cubano parece apostar a desgastarlos emocional y físicamente. Que no salgan, que no duerman, que sientan que cada día es una batalla contra una maquinaria sin rostro. Una amiga suya, la activista y poeta Zea Gisselle, lo resumió de forma brutalmente certera: “al no ser tu propia casa, nada es seguro”. Y en esa inseguridad se siembra el miedo, que para los de Palacio es más eficaz que cualquier prisión.
No hay dudas de que estas «orientaciones» provienen desde «lo más arriba». Del mismísimo Palacio de la Revolución, el corazón del poder en Cuba, donde se toman las decisiones que regulan hasta cómo y cuándo debe sufrir una mujer activista que incomoda al sistema. Desde allí se diseñan estas campañas de hostigamiento, que no son iniciativas sueltas de un jefe de sector neurótico, sino estrategias que responden a una lógica de poder centralizado.
Allí, en ese Palacio donde gobierna el Partido Comunista y donde se redactan leyes cada vez más ambiguas para controlar la disidencia, se decide que a mujeres como Lara hay que acorralarlas. No por peligrosas, sino por valientes. No por armadas, sino por hablar.
Una internauta amiga suya lo ha dicho sin eufemismos: “El Estado es macho, un macho poderoso, iracundo, cobarde, estéril. Le temen tanto a las mujeres, que nos atacan por donde más nos duele”. En Cuba, la represión tiene rostro de miedo, pero también rostro de mujer, porque muchas de las voces que hoy resisten lo hacen desde la maternidad, desde el cuidado, desde el tejido comunitario que es justo lo que el Estado teme no poder controlar.
El caso de Lara no es único, ni siquiera el peor. Su amiga misma recuerda otros: la niña de 7 años interrogada sin representación legal por ser hija de una activista; la madre que perdió a su bebé de dos años cuando una lancha guardafrontera embistió la embarcación en la que intentaba huir; la anciana a la que se le impidió ver a su hijo preso por última vez antes de morir. Todos hechos que el Palacio no reconoce como violaciones de derechos humanos, sino como “defensa de la Revolución”.
Pero en realidad, lo que más temen quienes gobiernan desde el Palacio de la Revolución es que ya ni el miedo les funcione. Porque mujeres como Lara siguen hablando, siguen denunciando, siguen ayudando a otros. Su activismo no es de pancarta, es de ayuda concreta: alimentos, medicamentos, acompañamiento. Y eso, en un país donde hasta la compasión ha sido politizada, resulta imperdonable. Incluso, es imperdonable para otros opositores que se hable de ella y se le venere, y a ellos no, y por eso la atacan también.
Este no es solo un caso de acoso. Es uno más en la larga cadena de secuestros blandos, de encierros sin barrotes, de hostigamiento con olor a impunidad. Si algún día hay que escribir una lista de crímenes de lesa humanidad cometidos en Cuba, los actos contra personas como Lara deberán figurar con nombre y apellidos.
Mientras tanto, y aunque “los refuerzos vengan cerca”, como escribió Lara, ella no puede dormir bien. Su amiga tampoco. Y muchas otras activistas tampoco. Pero el Palacio sí. Desde sus cómodas oficinas con aire acondicionado, creen que siguen controlando el juego. Lo que no saben es que este país, el que sufren las mujeres de a pie, ya se está escribiendo en otra clave. En clave femenina. Y a diferencia de los palacios, esa historia no se caerá sola. Tendrán que ayudarla a caer.
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