Crisis con el agua en Matanzas: «Un poco más y estamos en Gaza, pero sin bombas»

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Matanzas enfrenta una crisis estructural que recuerda escenas de guerra donde la sed, por la falta de agua, organiza la vida.

“Un poco más y estamos en Gaza, pero sin bombas”, me dijo vía Whatsapp call, con ironía y rabia, una vecina de Cárdenas, amiga de estudios universitarios, harta de acarrear cubos por escaleras, de trasnochar esperando un hilito de agua, de vivir en estado de emergencia sin que haya estallado ninguna guerra.

En Matanzas, la crisis del agua ha alcanzado niveles tan desesperantes que la población ya no sabe si reír, llorar o rendirse y no solo lo asegura ella, a quien llamé anoche ante varios post que vi publicados en Facebook, sobre el tema.

Entre lamentos por no haberse ido de Cuba y entre resignación porque «oye, esto es como volver a Fy3ra», los post de varios matanceros vistos en Facebook hablan de calles secas, tanques vacíos, llaves que gotean solo promesas. La vida cotidiana en esta ciudad cubana parece sacada de una película postapocalíptica.

Así lo retrató con crudeza el fotorreportaje de Raúl Navarro González, quien captó a familias enteras cargando agua en cubos, vecinos peleándose por una pipa estatal, madres con niños en brazos haciendo cola frente a una manguera comunitaria. Las imágenes hablan por sí solas: ya no hay rutina sin sed, ya no hay hogar donde no se escuche la frase “¿llegó el agua?”.

La periodista Yirmara Torres, residente en la zona de Los Mangos, compartió las fotos y lo describe como “una agonía”.

Aunque la ex presidenta de la UPEC en Matanzas no autorizó – otra vez – a ningún medio a que reprodujera lo dicho por ella, ni siquiera hay que usar sus palabras para hablar de semanas enteras sin suministro, de madrugadas en vela esperando que el fregadero gotee, de cisternas que quedaron en planes y turbinas inútiles ante una presión inexistente.

Hoy, el lujo es tener una cubeta medio llena, y mi amiga, desde Cárdenas, se ríe cuando recuerda que «raspábamos el fondo del tanque sin importarnos la monilia», o de cuando Rafael, el pipero que todos los años viajaba a Miami, venía cargadito de la estación de bombeo de Tulipán, en Nuevo Vedado, con aquella pipa universitaria media herrumbrosa, con salideros, y se parqueaba frente a la residencia estudiantil «Lázaro Cuevas» y todo el mundo bajaba con un cubo.

Esto que sucede en Matanzas ahora con el agua, no es solo una crisis de infraestructura, es un golpe directo a la dignidad.

Adriana Riera, quien no limitó a nadie a que usara sus palabras, escribió: “Hemos perdido la esperanza, y eso es más doloroso que cualquiera de los males que estamos enfrentando”.

La frase resume el sentimiento generalizado de hartazgo. Porque no se trata solo de cargar agua. Se trata de cocinar, lavar, limpiar, vivir. Y todo eso en una ciudad donde la electricidad también escasea, donde la basura se acumula en las esquinas, y donde el discurso oficial sigue apelando a la resistencia mientras la gente se deshidrata.

«Amiga mía, el tiempo acá se evapora. Bien sabes que en la jerarquía de la selva a unos les toca dominar y a otros sobrevivir. Nosotros pertenecemos a la parte que sobrevive, estamos viviendo una vida relativamente primitiva, con tecnología de la Edad de Piedra. Nos toca procurar el fuego para cocinar, obtener agua, salir a la caza de alimentos básicos, y protegernos de las fieras dominantes», escribía por su parte otra internauta en una de las publicaciones.

No es un problema nuevo, pero sí cada vez más grave. Las autoridades alegan que la falta de electricidad impide bombear el agua desde las fuentes hasta los hogares, y aunque haya funcionarios con buena voluntad, como el responsable de Recursos Hidráulicos en la provincia, lo cierto es que el sistema está colapsado. No hay magia que reviente cañerías oxidadas ni discursos que llenen los tanques.

Sí, lo sé, la comparación con Gaza puede parecer exagerada, pero las palabras no son mías y resumen muy bien una crisis: la crisis con el suministro de agua en Matanzas.

Allí también, como en Gaza, se vive con miedo al día siguiente. En Gaza, con el temor de si se verá la puesta del Sol; en Matanzas, con el estrés permanente de no saber si llegará el agua, con la certeza de que sobrevivir se ha convertido en una hazaña diaria. Solo que aquí las bombas son silenciosas: son el abandono, la desidia, la ruina estructural.

Las soluciones no pueden seguir siendo paliativas. No basta una pipa, ni una turbina, ni un mensaje de Telegram diciendo que “pronto mejorará el servicio, pues estamos tomando acciones que paulatinamente resolverán el problema”. Porque la sed no espera. Y en Matanzas, hace tiempo que el pueblo dejó de resistir para simplemente intentar no quebrarse. Pero la fractura está ahí: en la piel seca de un niño, en las mujeres que lavan con lo que pueden, en los hombres que cargan como mulas el agua de cada día, o como recuerda mi amiga que hacíamos muchos en la beca: haciendo caca en jabas de nylon.

Matanzas no está en guerra. Pero sobrevive como si lo estuviera.

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