Tras el paso devastador del huracán Melissa por el oriente de Cuba, miles de familias permanecen sin techo mientras el Estado enfrenta una disyuntiva que lo retrata por completo: ¿invertir en la reparación de escuelas y viviendas, o transformar los hoteles turísticos en refugios temporales?
La pregunta no solo mide la capacidad de respuesta del gobierno, sino también sus verdaderas prioridades. Este será un análisis a partir de lo que se tiene, se sabe que se tiene, que no se administra bien o está abandonado y pudiera ser reutilizado.
Entremos a números y a lo comprobable. Lo único cerrado y público hoy no es un conteo de hoteles “descomercializados”, sino la dimensión de la planta y su uso real.
El Anuario Estadístico de Cuba reporta 77 800 habitaciones hoteleras a cierre de 2022 y, según el propio Ministerio de Turismo, cerca de 50 000 de esas plazas las operan cadenas extranjeras como Meliá, Iberostar, Blue Diamond, Barceló o Accor. Diversos análisis sectoriales sitúan el parque en “al menos 400 hoteles”, una cifra razonable si se cruzan los inventarios por grupos (Gaviota, Cubanacán, Gran Caribe, Islazul) con la oferta en operación y en administración extranjera.
El gobierno había proyectado 2,6 millones de turistas para 2025, pero los datos de mitad de año y los cortes mensuales posteriores apuntan a que esa meta no se alcanzará.
La ocupación en el primer semestre de 2025 cayó al 21,5%, es decir, casi cuatro de cada cinco habitaciones permanecieron vacías como promedio, una ociosidad inédita que coincide con la contracción de llegadas: 981 856 visitantes internacionales entre enero y junio (–25% interanual). Claro, queda «Diciembre».
La temporada alta (invierno boreal) incrementa la demanda, pero los guarismos de 2024 y 2025 muestran que la ocupación promedio sigue muy por debajo de los niveles de 2018–2019.
Un programa de reasignación inteligente no tendría por qué “vaciar” hoteles clave en polos con reservas confirmadas; bastaría con priorizar instalaciones fuera de picos de demanda, inmuebles en polos secundarios con baja ocupación sostenida, y, sobre todo, aquellas propiedades cerradas o en mantenimiento donde los colchones, bases y lencería ya están inmovilizados.
La ociosidad de casi el 80% del semestre es un dato macro que avala la posibilidad de liberar, aunque sea por cupos, miles de colchones y camas hacia módulos habitacionales o albergues temporales, sin un daño económico mayor sobre un sector que hoy opera con tasas muy bajas.
Pero, dejando a un lado muchas de esas habitaciones, ubicadas en cayos y gestionadas por empresas extranjeras, nos queda otro grupo, también grande, de hoteles, casas de visitas del PCC, casas de visitas de organismos y ministerios.
Los inmuebles fuera de los canales de venta, cerrados por mantenimiento o sin condiciones de servicio dentro del MINTUR (Ministerio del Turismo) no aparecen con conteo oficial desagregado, aunque sí hay señales indirectas: el propio Ministerio ha reconocido propiedades “no en explotación” en comparecencias ante diputados, y la prensa económica y turística describe cierres temporales, rotaciones por déficit de abastecimiento y apagones que obligan a mantener plantas cerradas o parcialmente operativas.
Pero no existe un listado público, por provincia y hotel, que permita decir: “hay X hoteles cerrados”. Con rigor, solo podemos afirmar que la baja ocupación, el diferencial entre habitaciones totales y las que efectivamente se venden, y los anuncios de mantenimiento prolongado, indican capacidad dormida suficiente para pensar en usos sociales temporales para los damnificados del Melissa, en lugar de tenerlos durmiendo bajo carpas o en la intemperie.
Las casas de visitas del PCC, organismos y ministerios
Tampoco hay un registro oficial accesible del número de casas de visita del PCC ni de las que operan organismos y ministerios, pero la gente (los cubanos) saben que existen, y que no son pocos.
La existencia de esas instalaciones es indiscutible; su contabilidad, presupuestos y tasas de ocupación no se publican de forma sistemática. Sin ese dato, cualquier cifra cerrada sería conjetura. Lo más honesto es delinear un método: requerir un inventario auditado por la Contraloría con identificación del titular (PCC, organismo, OSDE), capacidad de camas, estado técnico y costo de operación, y publicar el resultado. Hasta entonces, lo único demostrable es que existen y que, en contextos de emergencia, su reasignación temporal es viable en términos administrativos si media una resolución de uso social preferente.
Con lo que sí sabemos, cabe la pregunta clave: ¿es factible “donar” o reasignar temporalmente parte de la planta hotelera o paraestatal en desuso a damnificados?
Pasemos a los números del “reciclaje” hotelero. El costo marginal de rotar avituallamientos desde un hotel o una casa de visita hacia un hogar damnificado es logístico (inventario, transporte, desinfección) y administrativo (cadena de custodia y trazabilidad), no de compra.
Esa rotación abarata, en 300 a 600 dólares por familia, el paquete de enseres básico de un núcleo habitacional de emergencia, frente a comprar todo nuevo, y acelera la entrega porque evita cuellos de botella de importación. Si el objetivo es atender primero a los 4 743 derrumbes totales, una rotación de 10 000 a 15 000 colchones y juegos de cama —perfectamente plausible si se suman hoteles, casas de visita y almacenes de cadenas— cubriría holgadamente la demanda inicial de descanso sin esperar producción nueva.
Queda otra vía: reutilizar planteles amplios, como las antiguas escuelas en el campo y politécnicos semiabandonados, para reconvertirlos en vivienda temporal digna. No hay un censo público, único y actualizado de esos inmuebles; pero hay precedente de su uso como albergues y de programas apoyados por PNUD para habilitar “viviendas refugio” con medios básicos de vida.
Es cierto que no pocos de ellos se encuentran en un estado de deterioro, pero cuentan con techo y son resistentes a los eventos como huracanes (no por gusto los utilizan como centros de evacuación)
Técnicamente es posible y, en muchos casos, más rápido y barato que partir de cero, porque ya existen crujías amplias, circulaciones, acometidas y estructuras resistentes. El trabajo de reconversión consiste en dividir aulas en unidades, añadir núcleos húmedos y reforzar instalaciones.
Hagamos un cálculo de ingeniería razonable para una “aula–vivienda”. Una aula tipo de 48–60 m² permite crear una unidad de 2 habitaciones pequeñas o una amplia, además de estar–cocina y un baño. El costo de levantar los “núcleos húmedos” de baño y cocineta, con tabiquería ligera hidrófuga, cerámica económica, plomería, calentador sencillo, extractor, meseta y fregadero, ronda 3 800–5 200 dólares por unidad si se compra al por mayor y se fabrica carpintería local (ALUMEC puede proveer marcos y puertas de aluminio, y talleres estatales/privados las divisiones). La instalación eléctrica interior con tablero, tomas y luminarias LED, más protección diferencial, suma 350–550. Ventanas con rejilla o lamas y mosquitero, 300–500. Pinturas, impermeabilización puntual y sellos de cubierta, 450–800 por aula, siempre que la estructura esté sana.
Y sí, inmuebles más deteriorados aún y hasta en estado de destrucción se han reconvertido precisamente en hoteles.
El paquete de mobiliario mínimo —dos camas con colchones, mesa y cuatro sillas, estantes, armario simple y dos ventiladores— oscila entre 900 y 1 500 si se combina producción local y rotación hotelera. Con transporte y puesta a punto, la reconversión de un aula en una “unidad habitable” se mueve, de forma conservadora, entre 6 000 y 8 500 dólares, lista para ocupar. Si el edificio requiere intervención estructural, impermeabilización de cubierta completa o sustitución de redes sanitarias, el presupuesto sube, pero sigue siendo competitivo frente a levantar nuevos módulos.
Si, en vez de dos habitaciones, se opta por una tipología de “módulo compacto” dentro del aula (estar–cocina, 1 dormitorio y 1 baño), el costo baja 10–15%. Y existe una variante intermedia: construir un bloque de baños y cocinas “adherido” al pasillo, compartido por dos o tres unidades; esa solución, usada en alojamientos de emergencia, reduce consumos de materiales y mantenimiento, aunque requiere una gestión comunitaria más exigente.
La factibilidad no es solo técnica, sino geográfica. Muchas de esas escuelas están dentro o cerca de los municipios del oriente afectados por Melissa, lo que abarata transportes, permite empleo local y evita desarraigo; además, responde a la variable humana siguiente: buena parte de los damnificados querrá quedarse cerca de su tierra. Es una variable humana a la que mucha gente se aferra incluso en los peores escenarios, porque simplemente no quiere salir de su zona porque ahí están su trabajo, su familia y su barrio. Por eso el programa debe ser de proximidad. Alojar en hoteles o casas de visita de la misma provincia, o en escuelas reconvertidas del propio municipio, reduce el desarraigo y facilita la logística de ayudas, obras y retorno. La función del hotel, en este esquema, no es convertirse en vivienda definitiva, sino en puente digno y cercano mientras llega la solución estable: módulos de 24–30 metros, techos nuevos, o viviendas compradas y reparadas con fondos públicos. La reconversión escolar y la rotación hotelera pueden vivirse como puente digno y rápido hacia soluciones definitivas, no como “carpas”.
Falta el dato duro de cuántos hoteles concretos están cerrados hoy, cuántas casas de visita existen y cuántas aulas disponibles hay por municipio. No está publicado. Lo que sí está estrellado en los boletines oficiales y en los informes sectoriales es que la planta hotelera supera las 77 000 habitaciones, que la ocupación promedia apenas el 21,5% en el semestre, que 2025 no alcanzará los 2,6 millones previstos y que, por tanto, existe un margen real para redirigir recursos ociosos —camas, colchones, lencería y espacios— hacia la emergencia. El resto es decisión política y un inventario nacional transparente que, por fin, convierta la abundancia vacía en descanso para quien hoy duerme en el suelo.
La factibilidad de estas estrategias.
Bajo esta óptica, sí: es factible y, sobre todo, sensato que el Estado cubano “sacrifique” una parte de su planta hotelera para atender a damnificados, sin desmontar todo el sector ni condenar la temporada alta. No es un dilema de todo o nada. La clave está en diseñar una reasignación temporal, geográficamente acotada y con reglas claras, que use primero la capacidad ociosa y los inmuebles fuera de explotación, y que convierta inventarios dormidos en bienestar inmediato. Si el país arrastra bajas tasas de ocupación y mantiene hoteles cerrados por mantenimiento o rotación, el costo de oportunidad de un programa así es muy inferior al costo social de mantener a familias en carpas o a la intemperie.
En términos prácticos, el Estado no tendría por qué vaciar hoteles en polos con buena demanda ni romper contratos con cadenas extranjeras. Podría empezar por tres frentes de bajo impacto económico y alto rendimiento social. Los de IslaAzul y de Campismo, por ejemplo.
Primero, una rotación sistemática de avituallamientos: colchones, bases, lencería, mobiliario y equipos que se renuevan con frecuencia y que hoy yacen en almacenes o en instalaciones descomercializadas. La entrega auditada de ese inventario reduciría entre un tercio y la mitad el costo de amueblar módulos habitacionales o aulas reconvertidas, y acortaría tiempos.
Segundo, la apertura parcial de hoteles con ocupación crónicamente baja en provincias afectadas para alojar a damnificados cercanos a su lugar de vida y trabajo, con estancias definidas y servicios mínimos; es preferible habilitar un piso o un bloque que opere como albergue temporal que forzar traslados largos que rompen redes familiares. Tercero, el reaprovechamiento de inmuebles cerrados —antiguos hoteles, casas de visita, escuelas en el campo o politécnicos— donde ya existen crujías y acometidas, y que requieren menos inversión para convertirse en vivienda transitoria digna que construir desde cero.
El sacrificio total de la planta no es necesario ni recomendable: dañaría una fuente de divisas que, bien o mal, sostiene parte del funcionamiento económico, es cierto. Pero la cesión parcial y temporal es perfectamente compatible con la operación turística.
Un ejercicio de escenarios lo ilustra. Si el país dispone de decenas de miles de habitaciones y la ocupación media ha sido baja, basta con reservar un 10 o 15 por ciento de la capacidad nacional, priorizando provincias con menos reservas confirmadas, para cubrir a varias miles de familias sin tocar los polos estrella.
Incluso con un criterio conservador de dos o tres personas por habitación, un bloque de 7 000 a 10 000 cuartos reasignados, más la rotación de inventario, podría absorber en semanas la totalidad de los derrumbes totales y parte de los casos con pérdida severa de techo, mientras avanzan los módulos permanentes.
El gran argumento contrario es el deterioro y es cierto. Alojar familias en hoteles acelera el desgaste, incrementa consumos y puede generar conflictos de convivencia. Eso se gestiona con contratos de uso social de duración definida, reglas de convivencia, equipos de mediación y un presupuesto de mantenimiento financiado con donaciones y con el propio programa de recuperación. Además, el mantenimiento diferido ya está castigando a muchas propiedades: abrirlas con un propósito social, cuidarlas y documentar su rehabilitación puede ser mejor que verlas degradarse a puerta cerrada. Hay, incluso, un argumento reputacional: el turismo no se hunde porque un hotel destine un bloque a damnificados; al contrario, la imagen de responsabilidad social en un país en crisis puede ser un activo si se comunica con transparencia.
En resumen, no se trata de sacrificar el turismo sino de mover piezas con inteligencia. El Estado puede y debe sacrificar una parte acotada de su planta, priorizando lo ocioso y lo cerrado, combinando alojamiento temporal con la rotación de inventarios y la reconversión de inmuebles públicos. El beneficio social inmediato, el ahorro presupuestario y la reducción de daños sanitarios justifican con creces el desgaste adicional y el pequeño coste de oportunidad. Y si se hace con reglas, plazos y cuentas a la vista, ni el turismo se colapsa ni la gente sigue durmiendo en el suelo.





