La noticia del feminicidio de la adolescente Heidi García Orozco en Jovellanos, Matanzas, llegó casi al mismo tiempo que la confirmación del asesinato de Estefany Reyes Gómez en Madruga, Mayabeque. Dos nombres, dos municipios, dos historias marcadas por la violencia machista en entornos que se suponían seguros: la casa de familia, la pareja, la rutina de un día cualquiera. Pero mientras el país digería esos dos crímenes, otras dos cubanas perdían la vida en circunstancias igualmente violentas, y una menor en Ciego de Ávila sobrevivía de milagro a una golpiza que, de no haberse denunciado, pudo terminar en otro feminicidio.
Durante las mismas horas en que se discutían estos dos casos fatales, otro crimen estremecía a la ciudad de Baracoa, en Guantánamo. Allí, Yinet Labañino y su esposo, un hombre de la tercera edad, fueron asesinados en su vivienda.
Testimonios recogidos por páginas informativas señalan como presunto agresor al amante de Yinet, quien habría llegado hasta la casa y perpetrado el doble asesinato antes de ser detenido por las autoridades. A la víctima le sobreviven un hijo pequeño y una hija adolescente, que enfrentan ahora una pérdida doble y brutal.
La muerte de Yinet puso en primer plano otra tensión: el límite entre el derecho a informar y el respeto a la intimidad de las víctimas y sus familias. Mientras algunos vecinos y amistades dejaban mensajes de despedida recordando a la mujer como maestra y amiga, otros criticaban la exposición pública de detalles personales y las especulaciones sobre su vida privada. En los comentarios se cruzan la exigencia de justicia, el reclamo de respeto al dolor ajeno y la constatación de que las redes sociales son hoy el espacio donde estos crímenes se conocen, se discuten y, muchas veces, son la única vía para exigir una respuesta.
La muerte de mujeres cubanas no se limita solo al espacio geográfico que abarca la isla en el mapa caribeño. En Chicago, Estados Unidos, fue hallada sin vida Claudia Camila Matos, de 21 años, oriunda de Moa, Holguín. Había sido reportada como desaparecida durante 48 horas y fue encontrada con una lesión grave en la cabeza.
La familia, ahora, intenta reunir 18 000 dólares mediante una campaña en GoFundMe para repatriar el cuerpo a Cuba, donde su madre y el resto de sus seres queridos esperan poder despedirla.
En redes circula la imagen de un hombre con antecedentes por violencia doméstica, señalado de forma extraoficial como posible implicado, pero hasta el momento no existe confirmación oficial que lo vincule al caso, por lo que se insiste en la necesidad de no difundir acusaciones no verificadas mientras avanza la investigación.
En contraste con estos desenlaces fatales, un caso en Ciego de Ávila muestra lo que puede ocurrir cuando una comunidad decide no callar a tiempo.
En la localidad de Lango López, una adolescente de 15 años fue brutalmente golpeada por un hombre adulto. Las imágenes y testimonios sobre el ataque circularon masivamente en redes sociales y provocaron una indignación inmediata. Días después, activistas como Irma Lidia Broek confirmaron que el agresor había sido detenido, pese a que su padre, oficial de la Policía, habría intentado encubrirlo. El caso está siendo tratado como abuso infantil y violencia de género, y se ha convertido en ejemplo de cómo la presión social puede forzar una reacción institucional más rápida y evitar que un episodio de maltrato escale hasta un feminicidio.
Tomados en conjunto, estos hechos no son cuatro o cinco sucesos aislados, sino diferentes puntos de una misma línea de continuidad: la violencia machista que atraviesa la vida de las mujeres cubanas en la isla y en la diáspora. Mientras los observatorios independientes contabilizan al menos 43 feminicidios en lo que va de 2025, además de intentos de feminicidio y otros asesinatos por motivos de género, el feminicidio sigue sin estar tipificado como delito específico en el Código Penal cubano, y los medios oficiales rara vez utilizan esa palabra para nombrar los crímenes.

En Jovellanos, Mayabeque, Baracoa, Moa o Chicago, y en una comunidad rural de Ciego de Ávila donde una niña se salvó a fuerza de gritos en Facebook, se repite la misma pregunta que atraviesa barrios y pantallas: cuántas mujeres más deberán morir –o quedar al borde de la muerte– antes de que el Estado reconozca la magnitud de la emergencia y establezca políticas reales de prevención, protección y reparación. Mientras esa respuesta no llegue, serán las familias, las amistades, las páginas comunitarias y los observatorios independientes quienes sigan poniendo nombre y rostro a cada nueva víctima.



















