Marrero hace un cuento que nadie se cree y muchos se preguntan: ¿por qué tú no hiciste lo mismo?

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El primer ministro Manuel Marrero Cruz reunió esta semana al plenario del Parlamento para presentar —con aire épico— la historia de cómo la ex ministra de Trabajo, Marta Elena Feitó Cabrera, habría “reconocido sus errores” y presentado su renuncia de forma voluntaria.

Según él, la escena fue digna de libro: la ministra, en un arranque de sinceridad, admitió que se equivocó “en lo nunca debió haberse equivocado”, que no estaba en condiciones de seguir al frente, y pidió “liberar sus responsabilidades”.

“Fue valiente”, concluyó Marrero, mostrando una condescendencia casi paternal.

No obstante, el relato oficial tiene ese regusto de guion bien pulido: tropiezo espectacular, redención pública y, acto seguido, salida ordenada. Todo muy conmovedor, si uno no recuerda que en Cuba no existen espontaneidades cuando se trata de altos cargos. Marrero resaltó además que el Consejo de Dirección del ministerio estuvo “de acuerdo” con el movimiento, reforzando la idea de que fue un acto conjunto, colegiado y aparentemente, autoimpuesto .

Para quien conozca casos de estas «dimisiones» por «errores cometidos», sabe que esta historia contada por Marrero está muy mal contada, a no ser que las cosas hayan cambiado tanto en Palacio como para que el tono se haya rebajado a una conversación al nivel de la de los suecos.

En honor a la verdad, y para echarle un cabo a Marrero, habría que pensar quiénes fueron los que se reunieron con «Martica», porque si fue Raúl, o Machado Ventura, por ejemplo, póngale el cuño que «las flores» volaron. ¡Si lo sabrá Pelayo Terry! O… Boris Fuentes. O cualquiera de los defenestrados en años anteriores, que vieron pasar por delante de sus caras, pi… y co… como si eso fuera una orgía brasileña. A más de uno, mujeres y hombres, los pusieron siempre – a todos – como un verdadero zapato.

De todas maneras, lo que muchos consideran fue una escena montada – téngase en cuenta que de la nada, ayer, subieron las prestaciones a los jubilados, lo cual a los ojos de la población menos pensante, que es la mayoría, pone a buen resguardo cómo la Revolución y sus dirigentes salen a enfrentar los problemas – el guion siempre se descompone. Si a la ex ministra la aplauden por su “valentía”, ¿por qué Marrero no hizo lo mismo cuando él —en plena pandemia— hizo responsables a los médicos de Cienfuegos – y a todos en sentido general – por las muertes ocurridas en el país? En aquel entonces, Marrero acusó a los galenos de indisciplina, falta de humanidad y errores. Nada de autocrítica, mucho de señalar con el dedo y, por supuesto, conservó su cargo sin mayores consecuencias. ¿Valentía solo aplicada a otros?

Quizás el mantra de Marrero sea: “autoevaluación solo si te lo piden”. Y vaya que se lo pidieron: después del estallido social contra la ministra —que negó la existencia de mendigos en Cuba, calificándolos de “disfrazados” que eligen una vida fácil— Marrero no tuvo más remedio que recoger el guante. En el Parlamento admitió que la postura de la ministra “no se avenía con la política del gobierno” y defendió que “no se puede envolver en terciopelo ni edulcorarlo” el problema de la indigencia en la isla.

Fortalecido el capítulo dramático, Marrero prometió mantener la atención a las personas vulnerables como “prioridad de la Revolución” y recordó que el Consejo de Ministros aprobó procedimientos para esos casos. En paralelo, la prensa independiente destacaba que más de 3 700 personas viven en los llamados Centros de Protección Social, el 38 % de ellas sin hogar al que regresar; además, numerosos médicos denunciaron un colapso sanitario casi crónico, lejos de la versión oficial de “mortalidad por falta de sensibilidad”.

Lo más curioso es que, ante una crisis sanitaria real —con médicos agotados, hospitales sin recursos, y una pandemia que lo puso todo patas arriba— Marrero optó por responsabilizar a los trabajadores, en lugar de dimitir o asumir el peso de sus propias decisiones. Ahora, ante una ministra que simplemente reconoció un error verbal, se erige en adalid de la valentía y presume del desenlace dramático.

El contraste no pasa desapercibido: muchos cubanos se preguntan ¿por qué este cuento no lo escribiste tú mismo en aquel entonces? ¿Dónde quedó la valentía del primer ministro para reconocer que, tal vez, la pandemia encontró una cúpula improvisada pero firme en culpar sin cuestionar? ¿Por qué ahora sí “encontraron la forma” de elevar a una ministra al pedestal de la empatía, mientras la sociedad se sigue hundiendo en la precariedad? Tal vez, por ahí, pudiera empezar a reconocer «la cañona» – denunciada, porque sotto voce hay más de una – que le metió a una ex secretaria suya cuando era dirigente del Turismo en Holguín.

Incluso, para que no se sienta solo, pudiéramos sumar – ya desde las redes sociales se hace – el pedido de que los 12 diputados que hablaron tras la ministra, y que incluso uno, como Yusuam, la elogió por sus palabras, dimitan también. Pudiera, si se quisiera, revisar las cámaras y ver todos los que la aplaudieron – que fueron todos seguramente – y llamarlos a contar, halón de oreja mediante, y decirles que no se puede ser tan obediente, porque la Revolución, si la miramos en el sentido estricto de lo que es la palabra, no lo que es «la cubana», es desobediencia.

Si la lección es que los responsables deben asumir su error, qué útil habría sido un Munus Proprio de Marrero sobre los médicos señalados en Cienfuegos o sobre las políticas que llevaron a estos días críticos (y los aplaudidores). Pero claro, en este cuento dramático-inteligible, solo brillan los actos cuando los protagonistas son otros. El problema de la autocrítica selectiva es que, tarde o temprano, deja ver el teatro de fondo, y el maestro de ceremonia, solo muestra las escenas que quiere.

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