El nombre suena a parque temático, pero Alligator Alcatraz es en realidad uno de los sitios de detención de inmigrantes más temidos del sur de Florida. Allí, entre carpas y condiciones precarias, han sido retenidos cientos de cubanos en los últimos meses bajo la política de deportaciones aceleradas impulsada por la administración Trump. Para muchos, la detención no es un paso transitorio sino un limbo, porque Cuba a menudo se niega a recibir de vuelta a nacionales con antecedentes penales y eso abre la posibilidad de ser enviados a terceros países, tan improbables como hostiles.
El caso de Pedro Lorenzo Concepción ilustra bien esa incertidumbre. Detenido en julio durante un chequeo rutinario con ICE en Miramar, fue trasladado a Alligator Alcatraz, donde permaneció varias semanas antes de ser movido al centro de Krome. Sus antecedentes por delitos menores lo convierten en un candidato a deportación, pero la isla ya lo rechazó en el pasado. Según relató su pareja al Miami Herald/Tampa Bay Times, la desesperación lo llevó a iniciar una huelga de hambre, aunque el Departamento de Seguridad Nacional lo niega y asegura que recibe “tres comidas diarias” como cualquier detenido.
Las cifras dan cuenta de la magnitud del fenómeno: en mayo fueron arrestados 600 cubanos y en junio más de 1,000, el doble del promedio de meses anteriores. Incluso migrantes con casos de asilo abiertos han sido interceptados a la salida de audiencias en tribunales de inmigración, algo sin precedentes según abogados consultados por los diarios. En este contexto, Alligator Alcatraz se ha convertido en un símbolo: una reedición distópica de los campamentos improvisados de los años ochenta, cuando el éxodo del Mariel.
La paradoja es que, mientras el sitio concentra historias de angustia y deportación inminente, también expone la vulnerabilidad de toda una comunidad migrante. Porque, al mismo tiempo que algunos luchan por no ser enviados a un país donde temen persecución o por no terminar abandonados en México sin derechos ni protección, hay otros inmigrantes de origen hispano que terminan involucrados en delitos graves, lo que alimenta la narrativa oficial de “los peores entre los peores” que ICE utiliza para justificar sus operativos.
El caso de Luisa Navarro
El ejemplo más reciente lo da el caso de Luisa Navarro, una mujer de 47 años de origen hispano arrestada en Miami tras atacar a su expareja. Según reportó Local 10 News, la confrontación ocurrió el 8 de junio, cuando Navarro sacó por la fuerza al hombre de su vehículo, lo golpeó y luego lo amenazó con un par de tijeras, asegurando que lo mataría y le mutilaría los genitales por un supuesto episodio de infidelidad.
La mujer ya tenía antecedentes por violencia doméstica contra la misma víctima y violó una orden judicial de alejamiento emitida en mayo. Ahora enfrenta varios cargos graves, incluyendo asalto agravado y allanamiento con violencia, y permanece detenida en el centro correccional Turner Guilford Knight.
Casos como el de Navarro sirven a las autoridades para endurecer aún más los controles y las redadas en comunidades hispanas, al mismo tiempo que siembran miedo en familias que nada tienen que ver con la violencia o la criminalidad.
El caso de Efraín Betancourt Jr
Otro caso del que no se sabe cómo terminarán sus días en los Estados Unidos es el de Efraín Betancourt Jr., de 36 años, quien fue sentenciado la semana pasada a siete años de prisión federal tras estafar a cientos de inversionistas venezolano-americanos por más de 60 millones de dólares a través de su empresa de préstamos Sky Group USA.
Según el Departamento de Justicia, citado por el Miami Herald, el dinero, que debía financiar créditos de consumo, terminó en gastos personales: un condominio de lujo en Biscayne Boulevard, un avión privado y hasta su boda en un château francés. La caída de su esquema, catalogado como un clásico “Ponzi”, dejó en ruina a familias que habían confiado en él sus ahorros de toda la vida.
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Mientras en Alligator Alcatraz cientos de inmigrantes esperan, sin certezas, por una decisión sobre su futuro, la sombra de estos incidentes refuerza la narrativa que los pinta como una amenaza. Y en medio de ese juego de percepciones y políticas, son los migrantes comunes y corrientes quienes pagan el precio más alto: la angustia de vivir entre la esperanza de quedarse y el temor de ser expulsados a cualquier parte.
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