El caso estalló el 2 de septiembre, cuando Facebook empezó a llenarse de pésames y preguntas por la muerte de Yaniela, una joven madre de Minas de Matahambre, en Pinar del Río.
En los muros de vecinos y allegados aparecieron dos líneas que se repiten en demasiadas historias: “no había insumos” y “no hubo diagnóstico a tiempo”.
Días después, otra imagen terminó de encender la indignación: ante la falta de carro fúnebre, el traslado del cuerpo habría ocurrido en un vehículo de correos. La conversación pública ya estaba encarrilada: dolor, rabia y una pregunta de fondo sobre un sistema que obliga a médicos y familias a capear carencias básicas.
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Una semana más tarde llegó la “aclaración oficial”. Como tantas veces, tarde y por la vía menos empática.
Páginas afines al oficialismo provincial difundieron la versión de que no hubo mala praxis ni déficit de recursos, sino una cadena clínica atribuible al “estilo de vida desordenado” de la paciente.
En un post de “control de daños” se colocó, en rojo y a modo de veredicto, la etiqueta “causa básica: alcoholismo”, acompañada de “cirrosis hepática descompensada” y “fallo multiorgánico”.
En los hechos, la explicación trasladó la carga moral a la víctima: se la llamó alcohólica, se subrayó que “no paró de beber” los días previos y se sugirió que todo lo demás —incluido el agravio del carro de correos— era ruido “manipulador”.
Esa operación comunicativa, que en Cuba ya parece manual, no solo llega tarde: revictimiza. La urgencia de contrarrestar la indignación pública termina borrando la dignidad de quien murió y desoyendo a su entorno. No hay una autopsia social del caso —qué faltó, qué falló, qué se pudo hacer distinto—, sino un relato exculpatorio que clausura el debate con una palabra que estigmatiza.
El resultado es doblemente dañino: a la familia, que queda expuesta; y a la comunidad, que se queda sin respuesta a la pregunta principal —cómo se evita la próxima muerte evitable— y sin garantías de que el siguiente paciente no dependerá otra vez de la suerte, de un reactivo que no llegó o de una ambulancia que no apareció.
En paralelo, la Dirección Provincial de Salud difundió otro post – control de daños también – hagiográfico sobre el Hospital Clínico Quirúrgico León Cuervo Rubio, ensalzando su “calidad humana”, “limpieza” y “símbolo de esperanza”.
Y aquí está el punto clave que retrata el clima: todo en esa publicación huele a operación de astroturfing. No es solo la uniformidad de las frases, los emojis clonados o el desfile de nombres vinculados al sector salud; es el sentido común del contexto.
El hilo se llenó de testimonios amables y reconocimientos a profesionales, algunos genuinos, otros con el tono coreografiado de las campañas institucionales. Esa puesta en escena, más que blindar al hospital —donde muchos trabajadores hacen milagros—, reforzó la idea de una “tapadera”: mientras medio Pinar del Río hablaba de desabastecimiento y fallas logísticas, la comunicación oficial eligió celebrar virtudes y neutralizar críticas.
En un país con apagones, datos racionados y megas que se cuentan como monedas, cuesta creer en una avalancha orgánica de comentarios largos, disciplinados y en bloque, en defensa de la institución. Lo más verosímil —y lo que trabajadores de la salud conocen de memoria— es la “orientación”: convocatoria a médicos, enfermeras y tropa digital para llenar la publicación de apoyos, con captura de pantalla como comprobante. No debate, no rendición de cuentas: coreografía para tapar el ruido de lo mal hecho.
Esa puesta en escena, más que blindar al hospital —donde muchos trabajadores hacen milagros—, reforzó la idea de la “tapadera”: mientras medio Pinar del Río hablaba de desabastecimiento y fallas logísticas, la comunicación oficial eligió celebrar virtudes y neutralizar críticas. El Estado apostó por ganar una discusión en Facebook en lugar de responder preguntas verificables: ¿hubo o no hubo insumos?, ¿qué pruebas se hicieron y cuándo?, ¿por qué se tardó tanto en comunicar?, ¿quién autorizó un traslado funerario indigno?
No es la primera vez que ocurre. El oficialismo y sus comunicadores se activan “para aclarar” cuando el caso ya está en la calle, y lo hacen con dos recursos recurrentes: deslegitimar la denuncia como “manipulación” y atribuir el desenlace a la conducta de la víctima.
Yaniela no vuelve. Quedan dos niños, un pueblo que se pregunta qué pasó y un Estado que, en lugar de dar explicaciones verificables y medir fallas para corregirlas, prefirió ganar una discusión en Facebook. Llamarla “alcohólica” no explica por qué no hubo diagnóstico certero —si no lo hubo—, ni por qué un cadáver viajó en un carro que no debía, ni por qué se tardó una semana en hablar. Explica, eso sí, otra cosa: que la gestión del daño reputacional sigue pesando más que el aprendizaje institucional. Y que, mientras esa sea la prioridad, el duelo social se repetirá con nuevos nombres propios.





