En un país donde los hechos duelen pero el discurso oficial parece vivir en otra dimensión, el combate de los relatos se ha vuelto un ruido permanente. No es solo propaganda; es una disputa por nombrar la realidad. Y en Cuba, nombrar la realidad se ha convertido en un acto político.
El punto de partida reciente lo puso Abel Prieto, cuando afirmó que el pueblo cubano “admira y quiere” a Díaz-Canel. Lo dijo con la seguridad del dirigente que nunca ha hecho una cola de madrugada.
La respuesta, sin embargo, vino rápido: en 24 horas, miles de cubanos lo desmintieron en redes sociales con una mezcla de burla, cansancio y rabia contenida. Fue una especie de plebiscito espontáneo, sin urnas, sin papeletas, pero con suficiente claridad como para incomodar.
Ulises Toirac hizo otra operación más precisa: tomó el caso Gil, lo miró sin miedo y dijo que en Cuba la justicia solo aparece cuando no queda más remedio, cuando el hecho es demasiado visible para ignorarlo. No lo dijo desde el exilio ni desde una postura militante; lo dijo desde aquí, desde dentro, con esa mezcla de tristeza y lucidez que solo se aprende viviendo en el país.

Frente a ese coro crítico, la Iglesia Católica en Santiago recordó algo que el gobierno evita: que un país no puede sostenerse sobre limosnas. “Hay que construir una sociedad donde nadie dependa de ellas”, dijo el arzobispo. Fue una frase suave pero contundente, y quizás por eso molesta más: porque no grita, pero revela.
Cáritas, por su parte, no tuvo tiempo para discursos. Mantiene más de 3 000 comidas diarias desde que Melissa dejó a medio oriente cubano en el fango. Mientras los dirigentes hablan del “bloqueo”, son las monjas y los voluntarios quienes sirven arroz y caldo. Y en esas colas silenciosas se ve mejor que en cualquier Mesa Redonda dónde están las prioridades reales del país.
Los economistas también entraron en el combate, especialmente después de los ataques oficiales contra El Toque. La respuesta fue unánime: culpar a un medio por la tasa de cambio es un intento burdo de evitar la responsabilidad. No es solo mala economía; es mala fe.
Mientras tanto, el relator de la ONU escuchó al gobierno repetir su queja eterna sobre sanciones, pero también escuchó a la sociedad civil hablar de corrupción, mala gestión y abandono. Ese contraste fue quizás el documento político más claro de las últimas semanas: dos Cubas delante del mismo funcionario.
Y luego está la gente de a pie. Los que viven en bohíos destruidos en Holguín. Los que no tienen agua en Granma. Los que hacen cola para una lata de leche donada. Sus relatos no tienen micrófono ni nota institucional. Hablan como pueden, cuando alguien los escucha.

Ese es el escenario: un poder que insiste en un país que no existe y una ciudadanía que insiste en contar el que sí existe. Y entre ambos relatos, una distancia que crece cada día.





